Un par de estúpidos sin más sustancia desearon la muerte de un chiquillo que quería ser torero
Todavía colea, y es normal, el caso del chiquillo valenciano que quiere ser torero. Adrián, como saben, tiene menos de diez años y padece un sarcoma del que se está tratando gracias al excelente sistema de salud que alcanza a todos los rincones de España. Lo normal en un país de desarrollo medio-bajo es que el joven valenciano pudiera superar con dificultades la adversidad de su enfermedad; sin embargo, en España, gracias a los trabajadores excepcionales de la sanidad pública, lo más probable es que Adrián supere su patología y pasado mañana esté pegando pases por el campo o corriendo detrás de un balón como la mayoría de los chavales de su edad. Ocurre y concurre que Adrián quiere ser torero, y le alabo el gusto: yo también lo quise ser, pero me faltó la crianza y los reaños.
En aquel Mataró de la época, delicioso por otra parte, nadie en su sano juicio apostaba por ser torero; lo más habitual era querer ser jugador de hockey patines y emular a Vila, a Carlos Largo y a Gallén y borrar del mapa a los del Reus Deportivo, que eran nuestros enemigos más recalcitrantes (y que contaban, todo hay que decirlo, con jugadores excepcionales como Santi García, el mítico portero de la selección española, recientemente desaparecido y ante cuyo recuerdo me reclino). Los chavales de la época jugábamos en los alrededores del parque y del velódromo, siempre con un stick, no con una muleta. Los reaños, por demás, siempre me han faltado: un simple eral me parece el peor de los miuras. En épocas normales, vengo a decir, querer ser torero tenía como freno a la propia familia: ¡qué madre quería ser un sufrimiento perpetuo de domingo a domingo esperando una llamada que calmase los nervios de un debut o de una presentación en feria con todos los avíos! ¡Qué madre quería ser la émula de doña Angustias, la progenitora de Manolete, con tantas lunas sufridas como tardes de triunfo! En épocas de hogaño resulta evidente que hay que contar con otros impedimentos. Y uno de ellos es lo políticamente incorrecto que han conseguido instaurar unos cuantos intolerantes en forma de supuestos animalistas. Muy violentos, por cierto.
No hay nadie más animalista que un taurino o un cazador, pero eso no viene ahora a cuento. No tengo inconveniente en desarrollarlo ante cualquier estólido. Lo preceptivo hoy es volver a lo que fue argumento de dignidad ante la muerte de Víctor Barrio, a quien Dios tenga a su vera. Un par de estúpidos sin más sustancia desearon la muerte de un chiquillo que quería ser torero, como hubiéramos querido ser muchos de haber nacido en el tiempo y en el sitio. Esta tal Aizpea, una joven dedicada a la osteopatía (al parecer), y otro tal Manuel Ollero Cordero desearon la muerte exprés de Adrián, al que a estas alturas conoce toda España. Adrián puede, ciertamente, morir como consecuencia del proceso patológico que le incumbe, pero lo más probable es que salga adelante, como antes decía, ya que las terapias evolucionan que es una barbaridad, como las ciencias de Don Hilarión. Nada podemos desear más. Una vez se disponga a crecer y evolucionar, vaya usted a saber lo que decidirá ser. Pero si decide ser torero, seremos muchos los que estaremos a su vera para aplaudirle y para celebrar que haya sido capaz de salir de la noche oscura del cáncer. Y si es figura, ya ni te cuento.
Solo espero, Adrián, que nunca leas estas líneas. Que tus padres te las escondan hasta dentro de muchos años, seas ingeniero o matador de toros. Y que en ese momento sepas que has nacido en un mundo en el que las ratas tienen dos patas, caminan erguidas y hablan tu mismo idioma, pero que, felizmente, en tu país hay muchas más personas buenas que malas, y que todas estas, las primeras, brindan por tu vida con la copa alta y la palabra limpia.
Ya te veo en los carteles. O no. Pero eso lo decidirás tú. No el vómito de la chusma miserable.