Volvió a llamarme: «Cuando te digo que vengas es que vengas, joder».
Fui, evidentemente: era el Jefe
Y quién, con las condiciones mentales engrasadas, podría olvidarse de José Manuel Lara, de quien este fin de semana se cumple un año de su muerte? Aunque tan solo fuera por su cuerpo robusto de homenot, sus dos metros de pie a cabeza, su metro y medio de perímetro, su aspecto de haber devorado una vaca media hora atrás, su permanente cigarrillo entre los dedos, sus gafas imposibles, su vehemencia interpretativa, su barba de abuelito de Heidi, sus intempestivas ganas de trabajar o sus andares inabarcables de los buenos tiempos, olvidarlo sería imposible.
Conocí a Lara Bosch muchos años atrás, como tanta gente. De hecho, le conocí después de haber tratado y charlado al impagable Lara viejo, Lara Hernández, a lo largo de un ciento de idas y venidas. No fue hasta que trabajé con él cuando pude meter los dedos en la persona desbordante de vida que llevaba adelante un emporio empresarial que no dejó de crecer mientras él anduvo al frente. Comprobé que la capacidad de trabajo no tiene límites, que el talento solo no es suficiente, que con voluntad de aprender de cada acierto, y especialmente de cada error, uno saca los proyectos de cualquier pozo.
Siempre consideré que su verdadera labor, más allá de dar trabajo a miles de personas entre una cosa y otra, era ejercer de ingeniero de puentes. Era un trabajo social, político, no laboral. Hijo a medio tiempo de la emigración andaluza y la Cataluña popular, procuró con esmero unir debidamente las dos piezas que le dieron la vida. En Cataluña hablaba de Andalucía y en Andalucía, de Cataluña. Tenía asentada la sede de su empresa en Barcelona, pero cuidaba con esmero su presencia en Sevilla, no de forma testimonial o decorativa, sino de manera efectiva. Intentaba que diversas formas de España fueran complementarias. Pocos catalanes han sido tan queridos y respetados en Andalucía como Lara.
Era, por supuesto, agotador. Podía rendir a todos los negociadores que le pusieran por delante y podía acabar contigo en siete sesiones de siete horas para convencerte de la idea que le rondaba la cabeza. Debo decir que casi siempre tenía razón. Y como lo sabía, no escatimaba esfuerzos en hacértelo saber. Era capaz de estar en varios sitios a la vez, cenar tres veces si fuera necesario, viajar a diario y aguantar con cuatro viandas si no había más remedio. Su droga era el trabajo, como ya he dicho más arriba.
Estando ya enfermo, casi al límite de sus días me llamó: «Ven a verme a Barcelona, que tengo que hablar contigo». Reconozco que me hice el longuis. No quería enfrentarme a la realidad de verle agotado por una enfermedad a la que le sostuvo el pulso más de lo imaginable por cualquiera. Volvió a llamarme: «Cuando te digo que vengas es que vengas, joder».Fui, evidentemente: era el Jefe, pero además era un amigo y si él se enfrentaba a su destino con entereza prodigiosa, cómo iba yo a desentenderme de ello. Faltaban pocos días para que su cuerpo dijera basta. Eché con él un par de horas en su despacho de la Diagonal y volvimos hablar de las cosas de las que casi siempre hablábamos. Me contó, ya con media voz, los planes que le hervían en la cabeza. Me los contó como si fuera a vivir cien años más y yo los escuché como si fuera a compartirlos con él. Le di el abrazo de siempre, con la sombra de la ausencia rondándome. Entendí que era el último y así fue.
Una serie de personas pasan por la vida dejando tal impresión en la memoria de las cosas que nunca mueren: siempre están vivas en el recuerdo de los demás. Quiero dejar testimonio de ello. Además de hacer llegar a Consuelo y a sus hijos mi abrazo emocionado. Eternamente emocionado.