A los albaceteños, alaveses o pamplonicas se les asigna, e ignoro por qué, otra disposición festiva menos sospechosa que la sevillana
Los habitantes de la muy hermosa ciudad de Sevilla hemos estado llamados por la autoridad para dirimir mediante nuestro voto un asunto relativo a la organización de nuestra fiesta local. Dase la circunstancia de que tal festejo es uno de los más populares de toda España y de que se cuentan por miles, o decenas de miles, los visitantes que acuden a compartir con los lugareños la peculiar alegría con la que se desarrollan los fastos concretos, consistentes, como se sabe, en reunirse en efímeras construcciones de tubos y lonas, debida y graciosamente ornamentados, al objeto de cantar y bailar mientras se degustan productos locales de universal aprecio, tanto en su versión sólida como líquida. Es decir, conviene señalar, como primer elemento de descargo del ansia festiva de aquellos que gozan de esos días del mes de abril, que acuden a la llamada de los farolillos tanto propios como extraños, tanto sevillanos familiarizados con la cita feriante como amigos, familiares y admiradores del ‘sevillano modo’ de todo confín, patrio o foráneo.
O sea, que no sólo somos de aquí quienes dedicamos unos días al legítimo derecho a divertirnos, a relajarnos, a encontrarnos, a canturrear nuestras coplas tradicionales, a vestir nuestros ropajes de fiesta o a exaltar nuestra amistad en unos cuantos días de asueto. También son madrileños, barceloneses, vascos, franceses o americanos. Y esos sí que se abstienen de trabajar. El asueto local no es tal, por cierto: en Sevilla, los días de Feria son laborables, todo sigue abierto y quien más quien menos se las compone para atender sus deberes y, a la par, robarle horas al sueño con tal de prestarle tiempo al disfrute y a lo que viene siendo una fiesta patronal, como hacen los albaceteños, alaveses, pamplonicas o tinerfeños. Ocurre, por contraste, que a los aborígenes de esos lugares se les asigna, e ignoro por qué, otra disposición festiva menos sospechosa que la sevillana, cuando cogen unas curdas de cojones y se ‘evaden’ de sus citas ciudadanas como todo quisque: como si la de estos fuera una fiesta más legítima y la de la capital de Andalucía estuviese tintada de permanente y borrachuza tendencia a la indolencia, es decir, como si la Feria no fuese más que un espacio entre otros divertimentos sociales que permitirían, sin solución de continuidad, pasar de juerga a juerga sin tocar el suelo. Pues mire usted, no.
Soy el menos indicado para hablar, ya que la conocida como Feria de Abril prácticamente no la piso. Soy alérgico al albero y tengo poca predisposición a trasnochar. Pero entiendo a mis conciudadanos. Sé que el primer referéndum convocado por la municipalidad ha coincidido con un aspecto quizá no conveniente para la propaganda ciudadana. Nada menos que sobre la reorganización de una fiesta (acertada, por cierto), cuando hubiera sido más conveniente preguntar si preferimos a Murillo o a Zurbarán, si queremos que la línea 2 del metro se empiece mañana o si derribamos las putas setas de la Encarnación o las multiplicamos por dos. Pero sé también que el PIB de la ciudad depende muy mucho de convocatorias ciudadanas como la cuestionada; que hay muchas familias que se ganan la vida organizando y atendiendo un escenario como el Real de la Feria; que la hostelería, taxistas, transportistas en general, cantantes y grupos de folclore local, representantes locales de negocios nacionales que reciben a sus señoritos y abrazafarolas en general tienen en esa semana uno de los principales focos de ingresos de todo el año. Y sé, porque me lo han contado, que la gente es feliz durante una semana en la que se encuentra con el que odia o el que quiere y se evade de otros agravios diarios que le proporciona la vida. Y sé también, curiosamente, que a nadie se le obliga a asistir, que el que quiera puede quedarse en casa y descolgar el teléfono. A ver si va a resultar que vamos a tener que pedir perdón por organizar una de las fiestas más populares del mundo y por querer evadirnos de las cosas de cada día durante el mismo tiempo que utilizan los demás en celebrar sus cosas. Lo decía mi hijo Alberto siendo muy pequeño cuando alguien le hacía ver la supuesta disposición de los sevillanos al jolgorio: «Tenemos los mismos días de fiesta que los demás; si los sabemos aprovechar mejor, es gracia nuestra».