En Ribadesella lo dejé y en Ribadesella lo retomé. Echar a caminar a primera hora de la mañana desde el paseo en el que se contempla su exultante y elegante playa es una invitación a vivir por un instante sumergido en esa distinción que tiene el Norte. Es un camino moteado de piedras de indianos, un sube y baja permanente desde los cielos hasta los hoyos. Es poner a prueba las piernas, el peso en la espalda, el cansancio inmediato. Tereñes, San Esteban de Leces y, más allá, la playa de Vega donde rompía el mar con esa inclemencia que a veces gasta el Cantábrico y que invita a contemplarlo con prudente distancia. Todo cerrado a esas horas y en esos días. Menos mal que Abel de Güeyumar, la brasa perfecta, me socorrió con un café reparador antes de que anduviera por la vera de algunos riscos camino de Colunga y Sebrayo, con estratégica parada en La Isla. Hasta Villaviciosa parece acabarse toda energía. Pero una reparadora fabada de sidrería Bedriñana me devolvió a la vida, me insufló el sabor que uno espera encontrar en los prados norteños, esos que van a morir a la misma orilla del mar. La ría de Villaviciosa vista desde Misiego después de una tormenta es una postal a guardar en la carpeta de imprescindibles, una pequeña salvajada hermosa y doméstica.
Me las prometía muy felices: al día siguiente me esperaba Gijón en lo que consideraba que era un paseo triunfal y relajado, entre vaques y praus, bucólico y sencillo, acompañado de la brisa que siempre parece regalar aquel paisaje de allá arriba, parando de vez en cuando a saborear la sidra y algún pixin como el que me había ofrecido La Parrera al salir de Llanes tiempo atrás y que aún me pasea por el gusto. Qué equivocado estaba. El día fue de calor sahariano y el Camino, que se hace cuesta arriba tan solo dejar la bella Villaviciosa que tanto me sugestionó, es poco menos que la muerte a pellizcos. Das más vueltas que un tonto para llegar al pie de la subida al Alto de la Cruz el Cebreiro asturiano y cuando subes quisieras no haber venido: un desnivel de cuatrocientos metros te espera durante los próximos tres kilómetros o así en un día en el que lo más probable es que te acuerdes del apóstol. Muy agreste a ratos, por asfalto otros, creí desfallecer. Menos mal que en el valle de Peón me esperaba Casa Pepito con las puertas recién abiertas y una cerveza helada que no olvidaré mientras viva. Claro que sólo era el principio. Aún quedaba el Alto de Curbiello, de menor intensidad si se quiere, pero que te pilla con las piernas un tanto agotadas y se te asemeja el Tourmalet. Todo tiene su compensación: ver Gijón allá a lo lejos, abajo, te llena los pulmones de aire y el estómago de esperanzas.
Más de treinta kilómetros desde la salida a la llegada se antoja una tortura, pero cuando vas al Norte del Norte, sabes que tendrás que vivir en un permanente tobogán, inacabable, agotador. Hermoso también, está claro, que si no iba a hacer el Camino su tía. Llegar a Cabueñes y alcanzar la impresionante y conchuda (no en términos porteños) playa urbana de San Lorenzo es una prueba de paciencia a cuenta de las revueltas que el caprichoso trazado te obliga a hacer. Pero llegas. Y sólo piensas entonces dónde vas a dar cuenta de la fabada del día, previo paso por las tabernas y sidrerías. Herminio, de La Ciudadela, me dio fabes como si se fuera a acabar el mundo y un licor llamado Cilantro que también, como el del día anterior, me devolvió a la vida. Sólo tenía tiempo para jugar un mus con amigos antes de caer rendido acordándome de los muertos y los vivos de mis amigos de Villaviciosa que no quisieron avisarme de lo que me esperaba. Al día siguiente me esperaba otra tirada hasta Avilés y no era cosa de malgastar energías... [Continuará].
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