Creó un grito atronador que consiguió convertirse en la fotografía de un tiempo, virtud a la que solo acceden pocos, muy pocos artistas
Creo recordar como si fuera ahora el día en el que llegó el Guernica a España. Venía precedido de cierta trifulca. La discusión consistía en si debía estar en Málaga, Barcelona o Madrid. Málaga por ser su cuna; Barcelona por ser la ciudad en la que despegó y en la que se cultivó; Madrid por ser la capital del Estado que le encargó la obra. Ciertamente, Picasso siempre fue malagueño, pero también es cierto que cuando la Enciclopedia británica escribió aquello tan célebre de «Pintor catalán nacido en Málaga», Picasso, al ser preguntado, aclaró: «La Enciclopedia británica nunca miente». El joven Pablo, siempre feliz por ser natural de Málaga –cosa que comprendo y que yo compartiría de ser hijo de tan hermoso lugar, como era mi padre–, despertó a nuevas fronteras del arte en la Cataluña de la época, lo cual, para desgracia de ciertos manipuladores de las patrias, no le supuso dejar de ser español intenso y crítico, hondo y contradictorio. En París, forzado por la histeria de los tiempos, Picasso reventó, encontró su hueco y creó su espacio. Allí fue donde se adelantó a su época e hizo posible la creación de una forma de arte que hasta la época no había sido vista. Fue entonces cuando el Gobierno de la Segunda República le encargó una obra para el pabellón español en la Exposición de París, todo ello en el contexto de la Guerra Civil y los inicios de la Guerra Europea. Picasso andaba entonces en crisis creativa –y puede que también personal– y necesitó la iluminación de una manifestación parisina en contra de los bombardeos de la Legión Cóndor sobre Guernica.
Fue entonces cuando decidió esbozar bocetos sobre aquel dramático pasaje. Empezó a trabajar en un alegato contra la guerra, contra el terror de los conflictos modernos: preparó un mural de tres metros de ancho por ocho de largo en el que reflejar de la peor-mejor manera posible la monstruosidad, la deformidad, el sufrimiento, los gritos y desgarros de los conflictos armados. Ese terror, a decir de los expertos, se apoderó de la obra de Picasso. Por lo que fuera, el pintor creó un grito atronador que consiguió convertirse en la fotografía de un tiempo, virtud a la que solo acceden pocos, muy pocos artistas. El Guernica estaba destinado a ser visto en España, pero nunca jamás mientras fuera un régimen sin democracia homologable o sin libertades públicas evidentes. Así lo dejó dicho el pintor, que insistió en que el cuadro era propiedad del Estado español. En vida de Franco se trató de importar el cuadro, pero Picasso se negó, a pesar de que los contactos fueron muy próximos y el Régimen estaba dispuesto a reconocer lo necesario para hacer del malagueño un icono de una cierta reconciliación. Incluso se dio la consigna de que si Picasso se dispusiera a cruzar la frontera se le acompañara en palmitas a donde quisiera. Estuvo a punto de hacerlo para ver torear a Dominguín, pero una cogida de este lo impidió, y finalmente le aconsejaron no hacerlo.
Las muertes de Franco y Picasso, como es sabido, fueron prácticamente sucesivas. Los norteamericanos del Museo de Arte Moderno de Nueva York sabían que su depósito era temporal y que, antes o después, el Guernica habría de marchar a España.
Así fue. Cuando llegó, aquellos que teníamos noticia solo fotográfica del cuadro nos atropellamos a verlo en el Casón del Buen Retiro. Algunos decían con desdén que era un póster político muy bien vendido. Pero cualquier observador medianamente avisado sabía que estaba ante una gran obra de arte, testimonio de la historia del país en el que por fin se encontraba. Después del Guernica nada podía ser igual, en pocas palabras.
Hoy andamos en el debate acerca de la conveniencia de restaurar algunas de las fisuras que presenta el cuadro o no. Parece que predomina la opinión técnica de que no es necesario. El cuadro ha sido trasladado cincuenta veces, nada menos. Por fin, ochenta años después de ser pintado, el Museo Reina Sofía ha inaugurado hace unos días –y hasta septiembre– una ambiciosa exposición titulada Piedad y terror en Picasso, que nadie en su sano juicio debería perderse. Es, sencillamente, conmovedora.