Aunque perdió parte de su intensidad en 1971, la Revolución Cultural no acabó hasta 1976, a la par que la figura de Mao. Dejó un país devastado
Hace pocos días, a mediados de mayo, se han cumplido cincuenta años de la fatídica fecha en la que –a través de una suerte de edicto– el máximo líder chino de entonces, Mao Tse-Tung, proclamó la más desastrosa iniciativa que hubieron de sufrir sus nacionales: la Revolución Cultural. En su día fascinación de los muy absurdos intelectuales de izquierda de Occidente, la Revolución Cultural no fue más que una 'purga' en el más estricto sentido de la palabra. La inmensa China del año 66 padecía las consecuencias de la ortodoxia comunista de mayor rigor: pocos años atrás Mao había impulsado 'El Gran Salto Adelante', que, como la mayoría de iniciativas encomiásticas y colectivas del comunismo, fue un desastre. Tan desastre que la hambruna y la miseria alcanzaban no pocos enclaves del país que gobernaba Mao desde que en el año 49 creara su régimen tras no pocas guerras de guerrillas y largas marchas.
La contestación –tímida siempre– desde diversos estamentos del poder y no pocos círculos intelectuales y funcionariales crecía día a día, cuestionando muy mucho los métodos con los que el Máximo Líder y sus camarillas más próximas creaban estructuras productivas. Nada productivas, quiero decir. Mao asumió entonces la iniciativa: llamó a profundizar la Revolución y confió a los Guardias Rojos «acabar con todo lo viejo», estimulando su cerrilismo y sed de violencia, Libro Rojo en ristre. De esa manera, excusando su deseo de purga en la profundización de la vía china del marxismo-leninismo, los millones de jóvenes casi autómatas, violentos y fanáticos cubrieron el país extendiendo el terror y el ajuste de supuestas cuentas como se extiende la mermelada en una tostada. Profesores, intelectuales, funcionarios diversos y simples paseantes fueron pasados por las armas, deportados, desposeídos de cualquier responsabilidad o simplemente reeducados al estilo con el que suele reeducar el comunismo.
En número de millones. No de miles; de millones. Los bobalicones y estúpidos intelectuales occidentales, en el calentamiento del Mayo del 68 –ese en el que estuvo todo el mundo–, no hacían sino elevar cursis proclamas poéticas ante lo que suponían el brote de las cien mil flores y otras gaitas. La realidad fue otra, como lo fue más tarde la sanguinaria revolución de Pol Pot en Camboya, otro golpe de emoción para los mismos cretinos. Aunque perdió parte de su intensidad a partir de 1971, en puridad la Revolución Cultural no acabó hasta 1976, a la par que la figura de Mao. Dejó un país devastado. Uno de los detenidos en ese periodo, Deng Xiaoping –que fue purgado de viceministro a mecánico tornero en una provincia lejana–, comenzó la reconversión del gigante dormido en lo que es hoy, historia que corresponde a otro capítulo. Entretanto, la cuarta mujer de Mao, Chiang Ching, una de las impulsoras más salvajes de tanto crimen, fue detenida con los tres compinches con los que formaba La Banda de los Cuatro, y Lin Piao, el jefe del Ejército en el que se apoyaba Mao, fue muerto en sospechoso accidente de avión cuando huía después de haber querido moverle la silla al Gran Timonel.
De forma poco sorprendente, las autoridades chinas no han querido saber nada de este aniversario. Ni palabra. La foto de Mao sigue en Tiananmen y su figura sigue siendo icónica, pero no es más que una estrategia de argamasa para justificar control riguroso en lo político y libertad de acción en lo económico. No hay revisión histórica porque habría que, en primer lugar, retirar la foto del Timonel y con ello abrir una peligrosa grieta en el heterodoxo comunismo chino.
Lo curioso es que en el Occidente de hogaño, donde el número de intelectuales necios no ha descendido necesariamente, ninguno de los que hubiera imitado las cursis emociones de Simone de Beauvoir o del pelma de su marido se ha desmarcado claramente de uno de los desastres más siniestros de la historia contemporánea. Más de uno, enmarcado en las corrientes de 'indignación' por el padecer de 'la gente', ha querido interpretarlo de forma 'contextualizada', que es una forma disimulada de desmarcarse pero comprenderlo. Son los que estarían dispuestos a repetirlo con los métodos del siglo XXI, que son otros a los de hace cincuenta años, pero no necesariamente mejores. Ojito con los amigos de las revoluciones culturales, que andan sueltos por ahí. Cuando oigan una expresión de ese tipo, pónganse a salvo.