En poco tiempo se me amontonan asuntos relacionados con el devenir de la catalanidad más intensa y febril; no darles salida es traicionar el derecho a explotar toda colección purulenta frente a la alternativa de la reabsorción.
Tres perlas en sí mismas, salvajes, espléndidas, sin el artificial pulido de la industria. La primera tiene que ver con un grupo de filólogos (y supuestos filólogos) que ha elaborado un manifiesto de esos tan del gusto de la tradición lugareña en el que se rechaza tajantemente el bilingüismo en Cataluña. Ya saben que en la Arcadia Independiente por la que trabajan los impuestos de los catalanes ambas lenguas, catalán y castellano, habrán de ser oficiales, dicen. Los abajo firmantes de ese texto, empero, desechan tal idea y manifiestan que el origen de todos los problemas está en la imposición del castellano mediante las arteras maneras de la dictadura anterior y los siglos, supongo, en los que el Principado era Corona de Aragón. Prohibido hablar en castellano, escribir en castellano y, supongo, pensar en castellano.
La segunda se inscribe en la lucha feroz y exitosa que la política catalana desarrolló contra la presencia de la fiesta taurina en Cataluña, que ahora quiere extenderse al resto de España. Una proposición legislativa del sudoroso diputado de Esquerra Alfred Bosch aboga por suprimir cualquier ayuda pública a los festejos taurinos, amén de otras iniciativas, e insta severamente a la Real Academia de la Lengua para que revise las expresiones de origen taurino que son de uso común en la lengua cotidiana de los españoles. Fascinante. Lo que encierra la propuesta de Bosch y sus grasientos colaboradores es el viejo sueño de una policía lingüística: tíos que van por los bares pegando la oreja y esperando el momento en el que usted dice: «Menudo pullazo me han pegado», para descubrirse y decir: «¡Aajá! ¡Le hemos pillado! ¡Quinientos euros de multa por maltratar a los animales!». Imaginen a la RAE borrando de la costumbre española los cientos de frases basadas en la cultura taurina, tan frondosamente bella. Menudos cabestros.
La tercera es la síntesis del odio concentrado. Libro titulado Perles catalanes, de un par de sujetos apellidados Aviá y otro registrado como Passada. En él señalan a los malos catalanes de antes y de ahora. Y no defraudan: acuden a los clásicos. No es de extrañar que Pla o Samaranch configuren un núcleo intenso: no importa que uno escribiera en el más primoroso catalán jamás editado y otro trajera unos Juegos Olímpicos para su ciudad, no eran nacionalistas y con eso basta. Los colonialistas colaboradores en la represión de los catalanes tienen nombres muy catalanes: Carme Chacón, Josep Borrell, Duran i Lleida y así, bestias pardas del independentismo, a lo que se ve. Me sorprende la inclusión de Duran, al que siempre he tenido por catalanísimo, y de Miquel Roca, padre de la Constitución, sí, pero melifluo y ambiguo nacionalista de vieja madera. Ni que decir tiene que en esa lista están dos de las otras bestias negras de la catalanidad eructante: Boadella y Espada. Hubieran defraudado muy mucho a la afición si estos tres gilipollas no hubiesen colocado en grandes caracteres la figura del teatral y rebelde Albert, el removedor de estómagos más eficaz que puebla el escenario catalán, y la de Espada, claro, agitador incansable desde la solidez de argumentos densos como las piedras de la Montaña Santa. No sé quién paga el libro ni qué extraña subvención lo bendice, pero no me habría de extrañar que en poco tiempo sea incorporado a las clases de Historia en la escuela catalana para que los niños sepan quiénes de su tribu cometen el peor de los pecados: ser malos catalanes. Cuánto lo lamento por tantos amigos de aquella tierra: ser catalán debe de ser agotador, todo el día vigilando si uno se comporta como debe hacerlo un buen catalán y no como un botifler o colono miserable, aunque su familia sea de Argentona de quince generaciones.
Curiosamente, el libro sobre los malos catalanes, sobre las perlas lugareñas, no incluye ni una palabra de Millet o de Pujol. Mucho glosar a aquel pobre tonto que se llamaba Xirinacs, pero de estos otros pájaros ni una palabra. Curioso criterio selectivo.