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28 de febrero de 2016

Luis de Luis, Sacromonte


AMPLIARA Granada le sienta el frío como un guante. Como si soplase el viento caprichoso caído desde la cumbre nevada que se contempla a media tarde desde la ladera del Serrallo. Como si el asombroso capricho de cipreses que se le adivina en su par de oteros invitase a un innegable recogimiento. Un cigarro puro donde Eduardo, Fusión Pasión, y una subida por Recogidas, camino de un vino en Casa Enrique y de unas alcachofas en el Asador Real de Castilla. Una parada en El Mentidero para solazarse con las cosas de Chico y un destino, como siempre, en La Tana, donde Jesús puede que tenga la tortilla de patatas sublime que confecciona su madre algunas tardes. Suban hasta el mirador de San Nicolás –o aún mejor: el de San Cristóbal– y véanla a sus pies, recordando aquello que cantaba Carlos (¡qué Carlos va a ser!) acerca de la única salida que tenía Granada: por las estrellas. Y luego bajen despacio, asomándose a los cármenes, robándoles su vista, trepando sus paredes, bajando sus escalones, hasta caer por la Catedral y por la barra de Cunini, donde la ensaladilla se hace tesoro de aquel moro que lloró desconsoladamente mientras recogía sus cosas camino del peor de los destierros.

Un par de días en Granada, unas saladillas del quiosquillo de la plaza de Mariana Pineda, pan de Alfacar con el rastro auténtico de la leña en su bajera, unos piononos en López Mezquita, unos vinos en La Botillería, un pescao frito en Los Diamantes y una mesa redonda en Los Santanderinos, excelencia de las excelencias… Unas croquetas de rabo de toro en Las Tinajas, un cochinillo en el Asador de Curro, camino del prodigio permanente de La Ruta del Veleta y todo lo que quiera servir ese enclave de perfección que es FM, donde va a parar el mejor pescado de Motril para que Francisco y Rosa lo borden en sus pocos metros cuadrados… Nostalgia del Sevilla de mi hermano Juan Luis Álvarez que mitigo con las cosas de Casa Encarna, nostalgia de las pinceladas del magistral Enrique Padial y algunos versos sueltos de Benítez Carrasco: «Verdes violines de los cipreses, y a los hombros el rebozo blanco de Sierra Nevada»… 

Y así una hora y otra hora con la mirada puesta en sus tejados, tomando asiento para ver el perfil de la Alhambra justo cuando cae el sol y los colores se confunden. Para divisarla desde la Alcazaba o desde las celosías que esconden los Palacios Nazaríes, en los que siempre hay gente escudriñando la vega que le sirve de alfombra eterna.

Y de noche al Sacromonte, esa cara B del Albaicín donde se esconde mucho más arte del que creen algunos. Los flamencos se recogen en las cuevas, a las que peregrinan propios y extraños. Se equivocan quienes creen que no se escucha buen flamenco en esos blancos agujeros. Basta acercarse a la Cueva de los Tarantos, de la familia Marín. Puede que haya cantes con prisa, pero no es extraño que surja, de repente, un quiebro sincero al compás de la sonanta. O un baile racial, de hombre, gitano en los pies y manos de Luis de Luis, al que ir a ver ya, antes de que sea tarde. Hijo de Luis de la Chica, guitarrista de la mejor madera, Luis es consecuencia de muchos pellizcos, de muchas horas a la vera de Mario Maya, de las enseñanzas aprehendidas merced a sus condiciones excepcionales, personalísimas. Control perfecto de su cuerpo flamenco, varonil en sus gestos, rabioso en sus zapateados, pero elegante en su aire de camborio lorquiano: «Cuando las estrellas clavan rejones al agua gris».

Colofón exquisito a un par de días de «zapatos color corinto y medallones de marfil». De vez en cuando Luis de Luis se deja caer por Japón o por Madrid, pero su sede la tiene junto con los suyos en ese pequeño templo en el que coronar unas horas granadinas. Yo no perdería el tiempo. Búsquenlo por el Sacromonte. Piérdanse en la Granada en la que el viento aún susurra poemas por las esquinas.

 


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