Aprovechó el tiempo: entendió que el producto es lo primero y el tratamiento lo siguiente, y en virtud de ello prepara el mejor pescado del país
Ya he descrito en estas páginas, años ha, lo que supone conocer Zamora de la mano del arquitecto y artista renacentista Paco Somoza: cada piedra tiene una explicación y un significado. El castillo, la catedral, el románico abrumador, el modernismo, el atardecer en El Troncoso, una cerveza en Olivares... y La Sal, en la calle Herreros. Unas horas zamoranas combinando piedra y río, con su «larga estrofa de agua», concluyeron en el real sitio de Rubén, Nariz de Oro y Mano de Santo. Todo lo que he probado en un par de días en Zamora y provincia es un monumento al producto, lo que me lleva a pensar que va a ser verdad eso de la sobriedad castellana y su poca o nula tendencia a la mentira. La adecuación de la sardina ahumada y el inquietante pisto de La Sal, junto con un tomate apetitoso y un arroz tostado sorprendente, hizo que mi noche fuera un prólogo perfecto para mi localización de exteriores del Camino Sanabrés, que debe de ser el único que me queda por hacer. Desde Zamora a Tábara, luego a Santa Marta de Tera, después a Mombuey y, finalmente, la soberbia Puebla de Sanabria, antes de atreverse uno con El Padornelo y La Canda y meterse en tierras de Orense. Ese es el tránsito.
Puebla, de cuesta en cuesta, es un reducto de piedra y gusto, de visita inevitable. Incluso lugar para pernoctar y saborear, de nuevo, la honradez en la cocina. La Posada Real de las Misas, magnífico caserón en plena Costanilla y Plaza Mayor, en todo lo alto, es un lugar definitivo para el sueño y el reequilibrio alimentario: los habones y las carnes y la milhoja de pimientos y ventresca merecen subir la cuesta de rodillas. Debe su nombre a que la primera inscripción registral la hizo un cura, que se la quedó en pago por una deuda de misas. La barra del pueblo puede que sea, junto con otras muy meritorias, la de Abelardo. Su mesón es una garantía de algunas cosas que no suelen darse por ahí: se habla mucho de su pulpo, que es muy correcto, y de su empanada, que es magnífica, pero de verdad lo que merece la pena pedir es algo por lo que se pena en España en la inmensa mayoría de los bares: la tortilla de patatas. De cada cien tortillas exhibidas en las barras del país, noventa y nueve son engrudos incomibles, hechas a mayor gloria de las suelas de zapatos, sin sabor ni gracia ni textura. La tortilla de Abelardo es una tortilla de verdad, sabrosa, esponjosa, blanda, que no líquida, y sin peste a cebolla. Probablemente cuesta el mismo trabajo hacer una tortilla buena que una mala, pero a la mayoría de la gente le da igual que sea una piedra insípida. Afortunadamente, a unos pocos Abelardos que hay en España no.
Y llegó la cumbre: ¿conocen ustedes a Agustín el Chivo? A pocos kilómetros de Toro, en la provincia de Zamora, se localiza Morales de Toro. Pues en ese pequeño pueblo, de calle larga en forma de carretera, se encuentra un acudidero con el nombre de su propietario. El Chivo. Agustín anduvo años aprendiendo el oficio por San Sebastián y a fe que aprovechó el tiempo: entendió que el producto es lo primero y el tratamiento lo siguiente, y en virtud de ello prepara el mejor pescado del país, además de otras cosas. No exagero: en la provincia de Zamora me he comido el cogote de merluza más delicioso y sabroso de muchos años. Maneja plancha y horno con destreza de maestro y sabe elegir el bicho sin que le engañen a él y sin que él engañe a sus clientes. Y asa animales propios de la tierra con la soltura que se le supone a un lugareño de Castilla y León. Debo reconocer que salí perplejo del lugar. Cada día me sorprendo más de lo que desconozco y de lo mucho que me queda por aprender de este apasionante país, lleno de mesas y barras prodigiosas.
Me espera el Camino. Esa será otra, a su debido tiempo.