26 de abril de 2024
 
   
     
     
Últimos artículos
Las cosas de la termita [ABC]
Otra vez el «Francomodín» [ABC]
RTVE, el carguero de Baltimore [ABC]
«Nine to Five» [ABC]
¿TikTok nos espía? [ABC]
¿Cómo quiere el señor la amnistía? [ABC]
Todo a su tiempo y por orden [ABC]
El Semanal
VER-ORIGINAL
4 de febrero de 2007

Londres con Air Borde


Las aerolíneas de ‘bajo coste’ –que no es lo mismo que ‘bajo precio’– han permitido que muchas personas poco habituales en aeropuertos y aviones viajen asiduamente a distintos objetivos turísticos con toda naturalidad y con cierta frecuencia. Así, un par de semanas atrás, los españoles que nos encontrábamos en el barrio de Notting Hill en Londres éramos una inmensa masa urbana y transeúnte, muy superior a los lugareños y no digamos a nacionales de otras procedencias. Pasear por el mercadillo de Portobello Road, con sus baratijas y sus artesanías, sus pósteres y sus antigüedades, era encontrarse con todos los vecinos de tu barrio o de tu ciudad, sea buscando la tienda de Hugh Grant en la película que ha hecho que aquello esté abarrotado, sea en la estación del carísimo metro de Londres –unos seis euros persona y trayecto– que te deja a los pies de las dos calles principales. No digamos si después te ibas a las célebres rebajas de Harrod\''s: en las escaleras mecánicas, definitivamente, se hablaba más español que inglés, frente a la asombrosa estatua de cera del propietario se hablaba más español que italiano y junto al libro de firmas en recuerdo del ‘asesinato’ de Dodi y Lady Di se hablaba más español que cualquier otra cosa. Viajamos –y espero que sea la última vez que lo hago–, como tantos otros, con Ryanair, esa compañía que se esfuerza de forma titánica en ser absolutamente desagradable con aquellos que contratan sus servicios. Vuelan a un aeropuerto situado a unos setenta kilómetros del centro de Londres, que no es lo que se dice próximo, tratan al personal como si estuvieran acarreando ganado, la puntualidad no la conocen y contratan a sus azafatas en las viejas academias de la RDA: en uno de sus aviones viví la surrealista situación de una sobrecargo llamándole la atención a un pasajero por hablar mientras ella explicaba lo del chaleco salvavidas y la de otra diciéndole al que había llamado pulsando el timbre que cuando quisiera algo se levantase y fuese a pedirlo. Es como si te perdonasen la vida por cobrarte poco. Vuela a horas complicadas y, además, sus asientos no son siquiera reclinables. Un rollo, vamos. Si a ello le añadimos el habitual desagrado de los británicos, su conocida antipatía –con excepciones evidentes–, el cuadro queda completo y muy apetecible. Sé que más de un pasajero tuvo la tentación de responder en venganza con un estentóreo «¡Gibraltar español!», único recurso de queja ante una empresa de esas maneras, pero se contuvo. La única vez que sonreían era cuando pasaban por la cabina un Rasca y Gana cutrón con el que el viajero podía jugar al binguillo y apostar por la suerte de que le salieran unos viajes gratis. Ni el más masoquista apostó.

Pero Londres, más allá de esas contingencias, sigue siendo una monumental y soberbia ciudad, creativa, moderna y asombrosamente limpia. Para aquellos que han pagado cincuenta euros por viajar desde cualquier punto de España, la urbe puede parecerles la más cara del mundo, y no sé si realmente lo es, pero al menos lo parece: una cajetilla de tabaco rubio vale diez euros; una camisa fea de rebajas, un porrón de miles de duros, y una cena tolerable, ya ni le cuento. Los mismos que en Nueva York somos los Give me Two, en Londres somos los Deme Medio. ¿La comida inglesa, dice?: inédita. Sé que la hay, o que la debe de haber, pero no acostumbro, gracias. Grandes restaurantes los hay –¡cómo no los va a haber!–, pero el baremo para comprobar la salud gastronómica de una ciudad no son sus tres estrellas: son, evidentemente, la red de restaurantes medios, asequibles, abordables por una mayoría ilustrada: París cuenta con una buena malla de bistrós y Roma, con una inmejorable relación de trattorias, Madrid, Barcelona, Bilbao o Sevilla apabullan desde cualquier taberna o cualquier casa de comidas. Londres, no. Su comida propia tiene como estrella un deplorable puré de guisantes y ese roast beef que justifica –junto con su clima– que la isla haya sido el territorio menos invadido de Europa. ¿Quién va a querer ser condenado a comer eso toda la vida?

No obstante, déjese de inconvenientes: Londres merece una visita, dos, tres, todas. Aunque deba pagar en libras, se muera de hambre o tenga que viajar con Air Borde. Sigue siendo el gran testigo de un Imperio.


enviar a un amigo comentar
[Se publicará en la web]
facebook

Comentarios 3

25/02/2007 17:17:05 MARTINI J
25/02/2007 17:14:49 MARTINI J
11/02/2007 16:19:33 Silvia Montes
Traducir el artículo de 


Buscador de artículos
Título: 

En el texto del artículo

Texto de búsqueda: 


Administración
  Herrera en la red
  Herrera en imágenes
  Sitios que me gustan
 
©Carlos Herrera 2003, Todos los derechos reservados
Desarrollado y mantenido por minetgen, s.l.