El pregón de Charo Padilla pasará a la historia por haber sido extraordinario, conmovedor, íntimo, sencillo, humano, sincero y sin artificio
El pregón de Semana Santa de Sevilla es, si me permiten, algo más que un simple pregón. Desconozco, aunque imagino, cómo son los pregones semejantes en otras ciudades de España de tradición intensa: especialmente solemnes y con liturgia concreta, aunque el de mi ciudad añade una repercusión social nada despreciable. Ser pregonero de la Semana Santa comporta un prestigio cierto, una relevancia temporal y una hiperactividad cofradera especialmente significativa. Si eres cofrade, que evidentemente lo has de ser con carácter previo para resultar electo, resulta ser un paseo en volandas por las tradiciones para ti más queridas. Este año, después de ochenta, una mujer ha resultado elegida, como se ha divulgado con cierta intensidad por España entera: Charo Padilla era, sobre el papel, la persona idónea para abrir ese capítulo, ya que su experiencia y solvencia en Canal Sur Radio sobre este y otros menesteres daba una confianza sin fisuras.
Hoy, dos semanas después, recogidos ya los pasos que a lo largo de esta semana se han hecho con las calles y las almas, se puede afirmar sin miedo a caer en exageraciones fáciles que el pregón de Charo no pasará a la historia por haber sido el de la primera mujer, cosa que no pasa de ser una curiosidad estadística y anecdótica, sino por ser un extraordinario pregón, tan conmovedor como emocionante, íntimo, sencillo, humano, sincero, sin cohetería ni artificio y pegado al paisaje humano de los días santos.
¿Qué debe tener un pregón para que sea un triunfo? ¿Qué debe haber ahí dentro para que nos conforte con palabras a medio camino entre los pellizcos y los latigazos? Más o menos todos lo sabemos: una alocución de ese tipo quiere emocionar y contagiar entusiasmo, que la gente salga con ganas locas de ver un paso, pero nadie tiene la fórmula exacta, tanto es así que en Sevilla, ciudad en la que se dan pregones hasta en las peñas de los dos equipos de fútbol de la ciudad, llegas a tragarte cada ladrillo que no sé cómo seguimos vivos. Aquí disponemos de un póker de expresiones que acostumbramos a utilizar cuando somos preguntados a la salida de algún pregón poco afortunado: si escucha a algún lugareño decir que «ha sido un pregón muy sevillano», es que se está diciendo que no ha valido un pimiento. Al igual que si se dice que ha sido «muy cristiano», o «muy cofrade», o la peor expresión de todas: «es un pregón para leerlo». Uff, como se diga esto último. Quiere decir que no ha valido una castaña, porque, efectivamente, los pregones son para ser escuchados y dejarse uno motivar por el entusiasmo del ponente.
El que ocupa este artículo ha sido un pregón, en cambio, vigoroso, con completa narración de lo que ocurre alrededor de una cofradía («Esa vista aérea de Dios», como decía el inolvidable poeta almeriense Julio Alfredo Egea) y con conversión de lo cotidiano en materia sublime, personal, profunda, interna y demoledora a la vez, sin apología panfletaria de su condición de género, pero con corazón inequívoco de mujer.
Fernando López, mi hermano cofrade que de forma tan atinada sabe describir un pasaje con apenas dos palabras, ha dejado dicho que el pregón de Charo ha sido poco menos que un cuadro de Gonzalo Bilbao o de Gustavo Bacarisas, un retrato de costumbres, un remedo de voces sevillanas resumidas en una sola. Una fotografía exageradamente descriptiva y bella, original de Pablo Lastrucci, en la que se veían entre tinieblas las perneras de los chaqués y los tacones de aguja de la pregonera, ha resultado un editorial sencillo de lo ocurrido en Sevilla y que antes, mucho antes, ha ocurrido en otras semanas santas: que una mujer se ha asomado al lugar que indudablemente le corresponde. Pueden ustedes buscar el pregón de Charo Padilla en cualquiera de los soportes de Internet que lo recogen. Asistirán a una hermosísima batalla de amor y fe, sincera y feliz, de un tiempo que ya es memoria…