Se sigue atendiendo a los ancianos sin familia ni posibles que, de no comer, dormir y vivir ahí, tendrían muy difíciles sus últimos años de vida
Miguel Mañara, el rico heredero de una familia de origen corso que hizo su fortuna en los trámites de diversos comercios, tuvo una intensa relación con la muerte. Con apenas veinte años habían muerto siete de sus hermanos mayores y, al poco, fallecía su joven esposa en aquella Sevilla de la peste que ahora recrea con su reconocida maestría el gran Alberto Rodríguez en una corta serie que pronto veremos en todo tipo de pantallas. Ello le hizo abandonar una vida un tanto disoluta y altiva, dicen, y confiar su vida a la Hermandad de la Santa Caridad, que por aquel entonces –mediados del XVII– dedicaba sus esfuerzos y bienes en dar sepultura a los muchos muertos que arrastraba el río o que perecían en la espantosa realidad de las calles de la época, ya que, aunque Sevilla fuera entonces la capital del mundo, las desgracias eran abundantes. Dedicó a partir de entonces su fortuna a construir un hospicio en el que dar cobijo a los desterrados de la vida y fue construyendo –mordiendo mediante compras las Atarazanas del Arenal– lo que hoy sigue siendo una joya humana y artística en la ciudad: el hospital de la Santa Caridad, donde se instaló en un humilde aposento hoy visitable y construyó la iglesia posiblemente más hermosa de la ciudad, cumbre del barroco, con obras portentosas de Valdés Leal, del mismo Murillo que hoy celebra la capital andaluza y un retablo del inalcanzable Pedro Roldán que simboliza, como el resto de los trabajos, un relato conceptual de la misericordia y la fe que conviene conocer bajo la explicación de los especialistas que la Hermandad tiene dispuestos para los visitantes. Nadie debería dejar Sevilla sin acercarse a la trasera del Teatro de la Maestranza para contemplar una historia que sigue en pie hoy en día con los mismos preceptos que el venerable Mañara (a espera de algún milagro para su beatificación) estableció en sus años al frente de la hermandad.
La hermandad sigue haciendo lo que el noble sevillano inició en la segunda mitad de aquel siglo trascendental para la historia de la ciudad. En sus instalaciones se sigue atendiendo y recogiendo a los ancianos sin familia ni posibles que, de no comer, dormir y vivir ahí, hoy tendrían muy difíciles sus últimos años de vida. Vive de donativos y de la discreta aportación de los hermanos que forman su cuerpo esencial. Por supuesto, ninguna autoridad destina un solo euro a sus arcas; es más, la Junta de Andalucía prometió unos fondos a cambio de que la organización iniciara unas obras determinadas y de los que nunca más se supo, a pesar de que las obras se realizaron. Los hermanos están obligados a acompañar a los ancianos abandonados en sus salidas, a atenderlos en las comidas y darles el afecto y compañía que de otra forma no tendrían, además de garantizar y organizar el reparto de comida para unas trescientas familias necesitadas de la ciudad. Siempre en silencio, siempre de forma muy discreta.
Con motivo de las pasadas fiestas me acerqué a contemplar el asombroso nacimiento napolitano que exhibe en una de sus salas y que fue proporcionado por el párroco italiano don Giovanni Lanzafame, cuyas misas en la Carretería, por ejemplo, deberían ser de obligada visita por todos los parroquianos y transeúntes practicantes: yo lo hago a menudo y nunca deja indiferente. Heredó de su familia una joya que supera cualquier conjunto belenístico jamás conocido, un tesoro extenso que causa fascinación una y otra vez por muchas que se visite y que la hermandad expondrá, al parecer, de forma permanente. La entrada al hospital e iglesia de la Caridad vale unas monedas y con ello colaborará con una silenciosa pero imprescindible labor cristiana que realizan unos tipos inauditos –muchos de apellidos ilustres– en los tiempos que corren. Saldrá, por demás, tocado por la espiritualidad sevillana del barroco y verá que en tiempos de efímera superficialidad también hay quienes, como en tantas hermandades, dedican su tiempo a socorrer a los necesitados. Como hizo un crápula señorito hace casi cuatrocientos años al poco de darse cuenta de lo fútil de toda vanidad y de lo reconfortante que suponía entregar su vida a los demás.