El Semanal |
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12 de mayo de 2019 | ||
«Lou Reed, una vida» |
Cuando apareció 'Coney Island Baby', venía de grabar dos terremotos que con los años aún sueltan réplicas: 'Berlin' y 'Rock N' Roll Animal'
Está entre las grandes obras de este soberbio creador que fingía ser un mamarracho. Reed era el exceso personificado, el maldito, el politoxicómano que tomaba anfetaminas como cualquiera pastillas para la tos, que atornasolaba sus inclinaciones sexuales jugando al glam o que iba atesorando fama de maltratador racista día tras día. Mucho de ello no era así, pero a Reed le daba igual o incluso le gustaba el malditismo. Cuando apareció Coney Island Baby, Lou Reed venía de haber grabado dos terremotos que con los años siguen soltando réplicas: Berlin y Rock N’ Roll Animal eran dos trallazos secos y, de repente, el autor de alguno de los mejores retratos de Nueva York graba un disco agridulce y fino, distinguido y elegante, y con insospechados asomos de ternura que nos coge a muchos con el paso cambiado. Reconozco que es uno de mis plásticos imprescindibles. Leyendo un artículo de Nacho Ruiz, me entero de que una biografía de Reed acaba de ser traducida al castellano y editada por Libros Cúpula: Lou Reed, una vida, escrita por Anthony DeCurtis, que, como escribe Nacho, es uno de los pocos periodistas que no desprecia. El retrato de Reed creo que va a ser algo más bondadoso que el que le realizó Howard Sounes, que tituló La peor persona que jamás vivió. Quiero leerlo ya para entender mejor lo que escribió este tipo desconcertante que se pasó más de media vida paseando por el lado salvaje y jugando siempre, siempre, al exceso, tal vez hasta que se apareó con Laurie Anderson, la mujer con la que estableció un acuerdo de estabilidad que lo acompañó hasta la muerte, hace no demasiados años. Reed siempre decía que no comprendía cómo no se había muerto antes, y se entiende a poco que se conozca su trayectoria. Poco antes de fallecer, mi viejo y admirado amigo Julián Ruiz, el pope que todos quisiéramos ser, el productor inspirado, el amigo de todas las estrellas, el que me enseñó a diferenciar los matices de lo analógico y lo digital (tienes razón, Julián: no suenan igual), se encontró con Lou Reed, al que, por supuesto, también conocía y con el que mantenía una relación lo suficientemente cordial como para decirle en medio de una charla: –Lou, ¿tienes inconveniente en firmar un recuerdo para un amigo mío? –Lo que haga falta –contestó. –Pues escribe aquí, en este folio: «To Carlos Herrera, Lou Reed». Y lo hizo. Y Julián me trajo el papel. Y yo, por supuesto, le puse un marquito. Y lo coloqué a la vera del altarcillo en el que tengo mi vinilo de Coney Island Baby. Cuando vienen visitas, presumo de él. Háganse con la biografía y, si no lo conocen, escuchen el disco. Créanme, conocer a Lou Reed es asomarse a muchos precipicios caníbales.
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