El Semanal |
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12 de mayo de 2019 | ||
«Lou Reed, una vida» |
Cuando apareció 'Coney Island Baby', venía de grabar dos terremotos que con los años aún sueltan réplicas: 'Berlin' y 'Rock N' Roll Animal' Hoy en día es muy fácil ser aficionado y consumidor de música. Pagando el precio de tres cañas al mes uno tiene acceso a una plataforma de streaming a través de la cual puede escuchar lo que quiera, cuando quiera y las veces que quiera a través de un smartphone con buenos auriculares o a través de un equipazo de sonido al que nos habremos conectado por bluetooth. Cuando tenía mérito ser coleccionista de música era cuando los de mi quinta teníamos veinte años o menos y no teníamos un duro: había que seleccionar muy bien qué disco comprar y cuidarlo como si fuera un niño pequeño, no prestarlo nunca y juntarse –si acaso– con amigos que traían los suyos para sesiones con humo y vasos. Cada uno fue haciendo su pequeña colección y aquellos a los que la música nos ha condicionado la vida a través del capítulo de las emociones tenemos tres o cuatro vinilos esenciales en nuestro discurrir por este valle de surcos a los que no renunciaríamos jamás; vinilos que machaconamente escuchamos de noche y madrugada, a media tarde, de amanecida, al que descubríamos matices repentinos después de haberlos escuchado cien veces, o eso creíamos; vinilos que son bandas sonoras de un periodo muy concreto; vinilos que te devuelven, casi siempre, a alguien que sigue escondido entre la pasta negra de la cara B. En fin, que me atontuno: uno de ellos es, por razones que no vienen al caso, Coney Island Baby, obra sugerente y magnífica de Lou Reed de mediados de los setenta. Está entre las grandes obras de este soberbio creador que fingía ser un mamarracho. Reed era el exceso personificado, el maldito, el politoxicómano que tomaba anfetaminas como cualquiera pastillas para la tos, que atornasolaba sus inclinaciones sexuales jugando al glam o que iba atesorando fama de maltratador racista día tras día. Mucho de ello no era así, pero a Reed le daba igual o incluso le gustaba el malditismo. Cuando apareció Coney Island Baby, Lou Reed venía de haber grabado dos terremotos que con los años siguen soltando réplicas: Berlin y Rock N’ Roll Animal eran dos trallazos secos y, de repente, el autor de alguno de los mejores retratos de Nueva York graba un disco agridulce y fino, distinguido y elegante, y con insospechados asomos de ternura que nos coge a muchos con el paso cambiado. Reconozco que es uno de mis plásticos imprescindibles. Leyendo un artículo de Nacho Ruiz, me entero de que una biografía de Reed acaba de ser traducida al castellano y editada por Libros Cúpula: Lou Reed, una vida, escrita por Anthony DeCurtis, que, como escribe Nacho, es uno de los pocos periodistas que no desprecia. El retrato de Reed creo que va a ser algo más bondadoso que el que le realizó Howard Sounes, que tituló La peor persona que jamás vivió. Quiero leerlo ya para entender mejor lo que escribió este tipo desconcertante que se pasó más de media vida paseando por el lado salvaje y jugando siempre, siempre, al exceso, tal vez hasta que se apareó con Laurie Anderson, la mujer con la que estableció un acuerdo de estabilidad que lo acompañó hasta la muerte, hace no demasiados años. Reed siempre decía que no comprendía cómo no se había muerto antes, y se entiende a poco que se conozca su trayectoria. Poco antes de fallecer, mi viejo y admirado amigo Julián Ruiz, el pope que todos quisiéramos ser, el productor inspirado, el amigo de todas las estrellas, el que me enseñó a diferenciar los matices de lo analógico y lo digital (tienes razón, Julián: no suenan igual), se encontró con Lou Reed, al que, por supuesto, también conocía y con el que mantenía una relación lo suficientemente cordial como para decirle en medio de una charla: –Lou, ¿tienes inconveniente en firmar un recuerdo para un amigo mío? –Lo que haga falta –contestó. –Pues escribe aquí, en este folio: «To Carlos Herrera, Lou Reed». Y lo hizo. Y Julián me trajo el papel. Y yo, por supuesto, le puse un marquito. Y lo coloqué a la vera del altarcillo en el que tengo mi vinilo de Coney Island Baby. Cuando vienen visitas, presumo de él. Háganse con la biografía y, si no lo conocen, escuchen el disco. Créanme, conocer a Lou Reed es asomarse a muchos precipicios caníbales.
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