Para mis amigos neoyorquinos la contemplación del Acueducto, algo que lleva dos mil años en pie, supuso un choque apasionante
Desde la estación de Chamartín en Madrid se tardan veintisiete en llegar a Segovia. A los alrededores de Segovia, para ser más exactos. Todo ello por diez euros a la hora que tomé el tren (puede ser el doble a horas más concurridas). Un taxi hasta el Acueducto puede costar algo menos, aunque hay autobuses estupendos por mucho menos. Es decir, por un precio razonable uno se planta en una ciudad extraordinariamente atractiva y poseedora de una buena oferta gastronómica y cultural sin necesidad de conducir un auto con el que hay que andar con ojo de no beber alcohol, aparcarlo, pagar peajes, gasolina y someterse a posibles atascos e inclemencias, bien sea viajando desde Madrid o desde Valladolid.
Resultado: en Segovia un fin de semana no se cabe. Pero no es cosa de quejarse: eso, que puede ser incómodo para algún visitante, no lo es tanto para la cuenta de resultados de la ciudad. Cierto es que la misma facilidad que se tiene para llegar se tiene para marcharse, con lo que el que llega puede irse enseguida en lugar de quedarse, pero llegan tantos que, a buen seguro, el balance es positivo. El pasado puente de Todos los Santos invité a unos amigos norteamericanos a conocer Segovia, y, lógicamente, me los llevé en tren. Se ve que la misma idea habíamos tenido miles de españoles. Sólo llegar al Acueducto tomamos nota de que hay manifestaciones populosas que reúnen menos gente. Para mis dos amigos neoyorquinos la contemplación de algo que lleva dos mil años en pie supuso un choque apasionante: se preguntaban –como a menudo hago yo– cómo es posible que en veinte siglos a nadie se le haya ocurrido derribar algo que, a buen seguro, a más de un munícipe le puede haber resultado molesto. Las diferentes ampliaciones de la ciudad no han sido óbice para mantener un monumento espectacular que, en la mayoría de ciudades, formaría parte de las leyendas. ¡En veinte siglos nadie ha conseguido tirarlo! Reconozcamos que es un milagro el hecho de que un país tan iconoclasta y bárbaro como el nuestro, que se ha llevado por delante infinitas estructuras espectaculares para construir –la mayoría de las veces– mierdas de tamaño cósmico, haya conservado semejante maravilla.
Nos pusimos a caminar por la calle Cervantes hacia la Plaza Mayor, la Catedral y otros lugares de encanto indiscutible: las calles eran un gozo de concurrencia, cual si fuera la Madrugada sevillana después de pasar las dos Esperanzas. En el mirador de La Canaleja no había un centímetro cuadrado libre, todo sea dicho, como en la plaza de las Sirenas u otros enclaves bellísimos de la ciudad. O como en cualquier restaurante, todos, literalmente, abarrotados. Menudo éxito. Lo celebro, realmente, porque Segovia se merece ser centro de atención de esa manera: es una ciudad, a ojos de quienes la visitamos unas horas de forma frecuente, perfecta, como todas las que encabezan su nombre con una ‘S’ (Santander, Santiago, Salamanca, Sevilla, San Sebastián, Sanlúcar…).
Y su oferta gastronómica está a la altura de la expectación. Yo suelo recaer por casa de mi querido José María, infatigable trabajador que ha creado una marca de confianza para el consumidor que no engaña, no defrauda y siempre complace. Que un restaurante que abre doce horas seguidas, con ocho comedores, abarrotado diariamente, no se haya transformado en una triste fábrica de comidas es un indiscutible milagro. No conozco otro caso igual. Vas a comer a José María y tienes la sensación de que han cocinado exclusivamente para ti cualquiera de los cochinillos con denominación de origen que preparan a diario, o sus judiones, o sus excelencias más modernas, o sus clásicos castellanos acompañados de ese excelente vino de la casa que es Pago de Carraovejas. Los americanos salieron ojipláticos no dando crédito a lo que habían comido.
José María, como otros enclaves gastronómicos de la ciudad, es la síntesis del éxito segoviano: capacidad de trabajo, acierto en la oferta, agrado personal y un mobiliario urbano incomparable, indiscutible, fascinante. Así cualquiera, dirán los más envidiosos, pero el éxito hay que trabajárselo y cuidarlo, empezando por no tirar acueductos. Aunque sea en pleno puente (mejor un martes cualquiera, evidentemente), aunque no se quepa, aunque haya listas de espera para comer, Segovia bien vale un paseo.