Debía influir para elegir un Papa que hablase español; él lo rechazó de plano, ya que solo concebía que el nuevo Papa debía ser él y, de no ser así, no valía la pena trabajar en Roma
Dejaba escritas aquí algunas notas la pasada semana sobre el gran César Alonso de los Ríos, ensayista y periodista recientemente fallecido. Movido por el recuerdo de este, a quien tengo por uno de mis indudables maestros, anduve buscando viejas entrevistas y apariciones suyas con la intención de recordar alguna de sus inteligentes prédicas. Di con una excelente entrevista que le hizo Javier Rubio para su serie Contemporáneos y surgió de repente, en un momento dado, como un rayo inesperado, el nombre de Julio Cerón Ayuso, fundador del FELIPE, grupo político en el que militó César. El Frente de Liberación Popular era una suerte de alternativa de izquierdas al Partido Comunista, donde podía encontrarse a no pocos cristianos y a algunos de los que tenían reparo intelectual al dogmatismo sovietizante que flotaba en el único partido con cara y ojos de la oposición de la época.
En el FELIPE podía encontrarse uno de todo, gente que después ha tirado hacia la derecha, hacia el liberalismo o hacia el marxismo algo menos trasnochado del que viviose en años tan prietos, católicos, ateos, verdes, rojos, socialdemócratas, socialistas hirsutos y opositores en general. A Cerón, diplomático de carrera, la actividad política le costó la cárcel y el apartamiento de la profesión, solo resuelto cuando José Pedro Pérez-Llorca fue ministro de Exteriores y lo restituyó en su puesto; el problema estuvo entonces en qué destino podría serle propicio, ya que se le ofrecieron varios y todos los rechazó. Miguel Ángel Aguilar, que tanto lo conocía, escribió deliciosas descripciones del personaje: estando en el castillo francés en el que vivía, le llegó la noticia de que le devolvían la púrpura del oficio, y todo fueron cábalas de cuál sería la embajada adecuada para retornar. Se pensó en Tirana, ya que en ese momento se establecían relaciones diplomáticas con el viejo cuartel de Enver Hoxha, y también se barajó el Vaticano, donde se suponía que debía influir para elegir un Papa que hablase español; él lo rechazó de plano, ya que solo concebía que el nuevo Papa debía ser él y, de no ser así, no valía la pena desempeñar trabajo alguno en Roma.
Julio Cerón escribió no poco en ABC. Luis María Ansón lo admitió en su seno y dispuso unos recuadros titulados Suelto en ABC, que, junto con algunas terceras, configuraron una suerte de brillantes jeroglíficos que cualquiera puede consultar en la Red. Su prosa era un reflejo de su pensamiento, a veces indescifrable, pero siempre inteligente. Efectivamente, la inteligencia de Cerón era portentosa, tanto que en el desarrollo de su labor como traductor no se ha visto otro caso: en la Unesco, donde laboraba, recuerdan que era capaz de dictar el mismo texto a tres secretarias simultáneamente en tres idiomas diferentes. Su agudeza en el diagnóstico y su clarividencia en la exposición lo hicieron acreedor de no poca expectación cuando era llamado a conferenciar.
Cuenta Aguilar que, llegado a Madrid para dictar conferencia, se hizo vendar los ojos desde Barajas hasta Eloy Gonzalo y abrió la charla con una frase que puede ser la más citada de su inagotable lapidario: «Cuando murió Franco, el desconcierto fue grande: no había costumbre». Otras han sido no menos felices; utilizó para retratar el porvenir un tanto dudoso que nos esperaba un pronóstico feliz y brillantemente pesimista: «La ley de la gravedad no es nada en comparación con lo que nos espera». Si usted busca su nombre y alguna de sus afirmaciones surrealistas, encontrará alguna llena de ese objetivismo que destilan los brillantemente melancólicos cuando deben describir lo inevitable; lo retrató cuando dejó dicho: «La verdad siempre resplandece al final; eso sí, cuando ya se ha ido todo el mundo». Después de ser condenado a ocho años de cárcel, que no pasó completos en prisión, Cerón resultó ejemplar tanto en su oposición como en el mantenimiento de su temple profesional. Tal vez suspiró por última vez como dejó dicho de un amigo suyo, que, al morir, pronunció tres palabras definitivas y definitorias: «mica, cuarzo y feldespato». Un suspiro de granito para una mente de vuelo libre, ligero y luminoso.