Yo, que no soy del Real Madrid pero que aprecio el señorío del club y tengo grandes amigos en él, lamento su marcha
La fase final de los campeonatos mundiales de fútbol casi siempre me coincide andando por Galicia, venga de donde venga: de Roncesvalles por el Camino Francés, de Pontevedra por el Portugués, de Orense por el Sanabrés, de Ferrol por el Inglés, de Barco de Valdeorras por el de Invierno o de Oviedo por el Primitivo, que aún no lo he hecho, pero que va a caer un año de estos. Reconozco mi pasión por el fútbol mundialista por varias razones elementales y una de ellas tiene que ver con el efecto estacional: el Mundial hace verano, como el Tour de Francia. Las bicicletas de mediodía, las que acompañan la modorra del mes de julio, son la constancia coral de que la vacación y la holganza han caído o están al caer; la narración de los esforzados de la ruta subiendo puertos imposibles, escapándose de pelotones voraces o adormilados, rodando proezas inalcanzables es una constancia de que el año ha llegado a la lenta holganza del calor. El Tour acontece cada año, y cada año nos invita a la admiración por deportistas descomunales con un solo ojo abierto. Los mundiales, en cambio, acontecen cada cuatro. Es cierto que entre medias vienen a nuestro socorro los Juegos Olímpicos y la Eurocopa, pero, si me lo permiten, no es lo mismo.
Llegando a Santiago, según el calendario que sigo desde hace años, asisto a los cuartos de final y a las semifinales. Es probable que la final me sorprenda en Finisterre, después de una lubina a la brasa en Tira Do Cordel, en la playa de Langosteira, siempre de turbadora belleza. Eso ha ocurrido casi siempre a excepción del año de España, en Sudáfrica, que felizmente viví en Sanlúcar de Barrameda, con los lugareños volcados en la calle en una verbena inacabable y feliz. En Santiago siempre hay algún tugurio en el que habilitan por igual una pantalla y un plato de pulpo o, como en el caso de Casa Camilo, mi casa compostelana, algún bicho de reciente vida o alguna prodigiosa tortilla. Digo todo esto para recordar la tarde-noche en la que muchos descubrieron, asombrados, a un portero de insospechadas condiciones llamado Keylor Navas. Solo los avisados sabían que el guardameta de Costa Rica había sido un jugador del Albacete y del Levante, donde llamaba la atención por su agilidad y dedicación y que en aquel Mundial de Brasil estaba llamado a su consagración. Ciertamente le había dedicado algún minuto a aquel joven cuando jugaba en clubs españoles como los mentados, pero en aquellos partidos, contra Italia o contra Holanda, a muchos se nos abrieron los ojos mostrando la talla monumental del mismo que era habitual en la Liga española, pero al que muchos no le echaban demasiada cuenta. Keylor me pareció, aquel verano de 2014, el mejor portero del mundo, y nunca le agradeceré lo suficiente el espectáculo que nos brindó a quienes –partidarios indudablemente de Costa Rica– asistimos a aquellos encuentros en los que dejó constancia de su clase. No me extrañó, por tanto, que el Real Madrid lo fichara así pasaran los días posteriores al campeonato.
La vida de los porteros de fútbol es algo más longeva que la de los jugadores de campo. El italiano Zoff anduvo jugando hasta los 40. Y si por mí fuera todavía pondría de titular a Sadurní, que debe de ser un señor algo entrado en años, pero que era, indiscutiblemente, un derroche de clase y elegante languidez. El mismo club que lo fichó ha dispuesto que su portero sea Courtois, que es un auténtico máquina, y va a prescindir de Keylor, que tiene 32 y aún dispone de años por delante. Yo, que no soy del Real Madrid pero que aprecio el señorío del club y tengo grandes amigos en él, lamento su marcha. Un hombre hecho a sí mismo, sencillo y afable, se despide de una portería en la que ha dibujado tardes inolvidables para los aficionados que alguna vez hemos jugado de portero. Seguiré a Keylor donde vaya, agradeciéndole siempre aquel Mundial en el que nos hizo costarricenses a todos. Su paso por la portería que ha conseguido, ahí es nada, tres Champions consecutivas no puede solventarse con un simple adiós. El fútbol le seguirá debiendo mucho. Lo seguiré adonde vaya. Suerte, campeón.