Fue en Suecia, en 1958, donde Italia no se clasificó por última vez para un Mundial, y es Suecia quien les quita ahora de en medio
Si yo fuera italiano, llevaría unos cuantos días muy enfadado. Hace algo más de un par de semanas, la selección italiana de fútbol, la Azzurra, veía pasar la oportunidad de plantarse en el Mundial de Rusia venciendo en la repesca a la selección de Suecia. En sí mismo no es nada del otro mundo porque todos, individuos y grupos, pasamos crisis episódicas y distinguimos nuestro historial con algún fracaso, pero, en el caso del fútbol y de una tetracampeona, la noticia de un desplome alcanza cotas inauditas, tal y como ha ocurrido a lo largo de estos intensos días en el país vecino. Un Mundial sin Italia es, evidentemente, menos Mundial, sin su juego seco, especulativo, rácano, pero tremendamente efectivo. La presencia italiana garantizaba siempre, o casi siempre, la de los jugadores de azul en las fases finales del campeonato, cuando se decidían finalistas, cuando se despejaban incógnitas. Eso fue así exceptuando la maldición sueca: fue en Suecia, en 1958, donde Italia no se clasificó por última vez, también en Suecia la última Eurocopa en la que no estuvieron presentes (1992) y es Suecia quien les quita ahora de en medio aplicando la técnica ultradefensiva del catenaccio: Italia no marcó un gol y se quedó en una perpleja frustración colectiva. Algo así se queda en cabreo temporal de la afición cuando ocurre en otros países, pero si pasa en Italia es como si ocurriese en Brasil, Argentina o Alemania, y casi me atrevo a decir que aún más: la teatralidad dramática y mediterránea de un país acostumbrado a salir bastante bien de los torneos lleva a considerar este asunto como una suerte de apocalipsis.
Los españoles llevamos cuarenta años acudiendo de forma continuada a la fase final del Mundial de Fútbol, pero antes de 1978 en Argentina vivimos dos ediciones malditas que los aficionados a esta cosa recordamos bien, aunque fuéramos unos mocosos. Ni en Brasil del 70 ni Alemania del 74 fuimos capaces de clasificarnos. En el 70, particularmente, mascamos el polvo de la humillación en un partido inexplicable ante una cenicienta pobre y dasarmada, Finlandia: había sido seleccionador el doctor Toba, que dio paso a un trío formado por los entrenadores de los tres primeros equipos de la Liga, Artigas, Muñoz y Molowni, los cuales vieron perecer a sus hombres por dos goles a cero en un desastroso partido en Helsinki. Aquella derrota nos descarriló y no sirvió de nada que, una vez con Kubala, le metiéramos seis goles a los fineses en La Línea de la Concepción con el Peñón de fondo. Llegó el húngaro e inició una larga etapa en la que se ganaban partidos poco importantes, pero se perdían los trascendentales: aún así se consideró a aquel gran futbolista como un hombre que brindó otro espíritu al combinado nacional. Sin embargo, la clasificación para el mundial de Alemania volvió a enfrentarnos con nuestra Suecia particular hasta aquel momento: Yugoslavia. Un partido de desempate en Fráncfort, que parece que lo esté viendo con mi amigo René, compañero de fútbol de innumerables tardes, nos mandó a la lona: Katalinski le metió un gol en semiacrobacia a Iríbar en el minuto 13 y ahí se acabaron las cosas. España, a pesar de contar con jugadores estimables, no hubiera hecho gran cosa en aquel Mundial en el que Holanda echó a volar de la mano de un equipo irrepetible, a pesar de que fuera un poderoso equipo alemán el que, como suele pasar, ganara el campeonato, pero seguramente su presencia habría sido digna. En el camino a Argentina 78 nos volvimos a encontrar a Yugoslavia, pero esta vez devolvimos el golpe en Belgrado: ¿quién no se acuerda del feísimo gol del gran Rubén Cano y del botellazo a Juanito?
Viendo la trágica depresión en la que ha caído Italia después de su eliminación, me he acordado de aquel par de pasajes en los que una selección de peor historial como la española se quedó a las puertas de una fase final, y comprendo a algunos amigos italianos que siguen viviendo el episodio como si se les hubiera muerto la mamma atragantada por espaguetis. De todo se sale y todo llega, los he consolado, y si no que se fijen en lo que le ha costado a España escribir tres páginas seguidas de éxito indiscutible.
Italia es un permanente monumento al Renacimiento, y, de hecho, creo que siguen viviendo en él.