El militar, se dice, bramó: "Muera la inteligencia", y el intelectual le espetó: "Venceréis, pero no convenceréis". Al parecer, no fue así
Alejandro Amenábar está ultimando una nueva película titulada Mientras dure la guerra, que retrata un tiempo a través de un personaje, ambos fascinantes: aquellos años treinta, broncos, feroces, cainitas, y Miguel de Unamuno, el rector por entonces de la Universidad de Salamanca. Unamuno era, como es sabido, un sabio proteico, capaz de reinventarse, afirmar y rectificar, y escribir páginas imprescindibles para quien quiera entender sus días. Karra Elejalde le dará vida en la pantalla; merecerá la pena verlo.
Amenábar, al parecer minucioso en su trabajo, ha querido documentarse a fondo sobre el personaje. Para ello ha recurrido al matrimonio Rabaté, afamados hispanistas franceses que tanto han investigado y escrito acerca de este ilustre bilbaíno, tan singular, de personalidad tan marcada (tanto que su hermano Félix, que atendía una farmacia en Bilbao, llevaba escrito en su bata blanca una leyenda que decía: «No me pregunten por mi hermano»). Seguramente se habrá detenido Amenábar en uno de los episodios que más se han utilizado para la instantánea fácil del intelectual: el acto en el que supuestamente intercambió con Millán-Astray alguna frase que de manera específica engalana su figura y destruye la del general legionario. Quedó para la historia que el militar bramó: «Muera la inteligencia»; también que el intelectual le espetó: «Venceréis, pero no convenceréis». Al parecer, no fue así, cosa que ya han advertido los propios Rabaté en más de una ocasión.
Esta vez ha sido Severiano Delgado, bibliotecario de la Universidad, el que ha reconstruido aquel acto bastante banal, muy de aquellos años, en los que se acababan dando cuatro voces y marchando a tomar el aperitivo. Ha contado con los testimonios publicados de algunos presentes (a falta del soporte de la grabación radiofónica que se realizó) que han desdibujado la teatralidad embellecida, el enfrentamiento de la civilización contra la ‘bruticie’, cinematográficamente tan atractiva, del enfrentamiento entre un viejo sabio doctoral y un militarote bravucón. La pregunta es: ¿cómo se formó la leyenda? Después de no pocas investigaciones, Delgado ha dado con las claves. El primer paso tiene un nombre: Hugh Thomas.
El historiador británico publicó en los sesenta un libro que, antes o después, muchos hemos consultado: La guerra civil española. En los setenta, y hablo por lo que me toca, fue un trallazo una vez traducido y consentida su publicación. Las no pocas imprecisiones que exhibía, no obstante, obligaron a Thomas a retocar cada una de las ediciones, lo cual no quita que fuera un importante esfuerzo. Thomas utilizó una narración ficticia de un profesor español, Luis Portillo, que había publicado en la revista Horizons, para ilustrar este pasaje, tomándola como palabra de ley. Portillo, exiliado en Londres, no había estado en el acto ni conocía a Millán-Astray, pero sí había tratado a Unamuno y lo que hizo fue redactar una narración ficticia con clara intención literaria, inventándose, por ejemplo, el discurso del legionario. Poco tiempo después también Ricardo de la Cierva, el historiador español, tomó por bueno el relato de Portillo y lo publicó de pe a pa. Todo el enfrentamiento nació de una referencia laudatoria que Unamuno realizó a José Rizal, héroe de la independencia filipina, donde Millán-Astray había combatido treinta años antes, siendo un chaval. «Muera la intelectualidad traidora», pudo haber dicho Millán en referencia a Azaña y otros intelectuales del Frente Popular (Unamuno, en principio, había apoyado el golpe, aunque después se desdijera), pero ni siquiera está claro en qué circunstancias. Sí parece que Unamuno esbozó algún elogio de la capacidad de convencimiento y de sus ventajas ante la simple imposición de las ideas, en un discurso que no fue interrumpido por Millán-Astray. Al final el rector acompañó a Carmen Polo, la mujer de Franco, al coche, seguido por el general. Fotografías constatan el apretón de manos entre ambos.
Para la dramatización y la belleza fílmica es mucho más atractivo el relato de Portillo que el real. Poder representar a un viejo sabio enfrentándose mediante discurso impecablemente democrático a un golpista dando voces contra la funesta manía de pensar es una tentación enorme. No sé cómo va a retratar Amenábar aquel episodio en el Paraninfo salmantino un 12 de octubre, pero espero ansiosamente esa película centrada en una de las joyas intelectuales de las que ha dispuesto España a lo largo de su historia.