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3 de junio de 2018

La «hispanibundia» de Mauricio Wiesenthal


Es posible que no tuviese razón Stendhal cuando opinaba que el español sería el último tipo humano que quedaría en Europa

Confieso una vieja admiración por la escritura de Mauricio Wiesenthal, escritor cosmopolita, dandy, políglota (habla también en andaluz, por aquello de su crianza), distinguido, hondo, divertido, imprevisible y bohemio. Wiesenthal, domador preciosista de palabras, es viejo navegante, eterno romántico, indiscutible humanista, poseedor de una cultura enciclopédica, oxigenado poeta, maestro de esgrima y buen catador de vinos. Los volúmenes dedicados a su afición enológica son libros casi de texto: yo no he vuelto a volcar bocabajo una botella vacía en la cubitera desde que le leí a Wiesenthal que eso era propio de puticlubs. Le he leído lo etéreo y lo denso, lo divertido y lo intenso: si quiere acercarse a él pruebe con El esnobismo de las golondrinas o Luz de vísperas, dos de los momentos más vibrantes de su producción; y si quiere aprender mecanismos de palanca afectiva entre europeos y españoles lea su biografía de Rilke, absolutamente definitiva. No es la primera vez que escribo acerca de él en estas páginas.

Ha vuelto Mauricio Wiesenthal con un retrato español de familia al que ha titulado La hispanibundia (Acantilado, 2018), término que sintetiza una invención léxica llena de resonancias de la desinencia ‘bundus’, imprescindible en voces latinas: tremebundus o furibundus, por ejemplo. Igual que existe ‘errabundia’ o ‘meditabundia’, el autor crea ‘hispanobundia’, ese mecanismo por el cual a los españoles les fue siempre difícil vivir en un patio interior, por muy bello que fuese, cuando el alma les pedía subirse a una torre o a una gavia para ver el mundo. Movidos por esa fiebre, la ‘hispanibundia’, la quimera del oro, el apetito de honra y el deseo de vivir, los conquistadores se aventuraron en tierras lejanas, inhóspitas e ignotas. Pero también hizo, cuenta Wiesenthal, que se arrojara a una gran Armada a las costas inglesas e irlandesas, o que el Quijote se enfrentara a unos desvencijados molinos o que Sancho reclamara el gobierno de su ínsula o que a nuestros grandes místicos les importara más recoger su alma en oración que estar o no estar a las puertas de la muerte.

La ‘hispanibundia’ –reproduzco– es la energía vibrante que produce el español al vivir, ya se crea o no español, lo acepte o no lo acepte: ya se encuentre en el exilio forzado o pretenda ser extranjero en su patria y extraño a los suyos. La ‘hispanibundia’ no es un rasgo premeditado, sino una expresión irreprimible de la condición de español, que se hereda más por pertenecer a una patria que por formar parte de una nación. Hasta el punto de que todos los pueblos de España –por muy atinados o sensatos que pretendan ser– se vuelven ‘hispanibundos’ en cuanto se les toca el delirio quijotesco de sus bandos, la tarasca de sus localismos o el asunto descomunal de sus caballerías.

Se pregunta el autor, con gran ejercicio de provocación: ¿qué se hizo de los españoles?, ¿quiénes fueron?; teoriza sobre Alonso Quijano como si estuviera en la mente de Cervantes, destripa al pintor antimoderno de Velázquez y concluye finalmente que las banderías de la ‘hispanibundia’ –el odio entre hermanos– nos llevaron muchas veces a dividir nuestra patria en bandos irreconciliables. Y así se labraron los destinos injustos y lastimosos de los españoles alineados en un lado ‘equivocado’: los partidarios de Juana o Isabel, los afrancesados o casticistas, carlistas o liberales, monárquicos o republicanos. Es posible que no tuviese razón Stendhal cuando opinaba que el español sería el último tipo humano que quedaría en Europa. Si España no sobrevive y sucumbe a la máquina devastadora y vulgarizadora de la globalización, la esencia histórica del ‘mito fundacional’ de Europa quedaría horriblemente dañada.

La ‘hispanibundia’ es un honesto intento por convencer a los españoles de la necesidad de conocer su historia; está escrito con esa elegancia de tinta antigua y de guante viejo que tiene Wiesenthal, un empecinado español que podría haber sido perfectamente otra cosa, francés o british, tal vez austriaco como Zweig también, sin despeinarse. Es una lectura deliciosa, como todas las de este apasionado y vibrante autor, del que me reitero absoluto e indisimulado partidario.

 


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