Las ermitas pudieron sortear con más suerte la Desamortización de Mendizábal, aquella desgracia descomunal
Cuesta hacerse, en los tiempos que corren, una idea siquiera aproximada acerca de la vida de los eremitas, aquellos que buscaban soledad y silencio, forzosa incomodidad y aislados parajes. En Córdoba, allá arriba donde de noche puede verse una imagen iluminada del Sagrado Corazón, se pueden visitar Las Ermitas, un conjunto de pequeñas edificaciones, más de una docena, en las que vivían desde el siglo XVIII trece frailes que, en realidad, v eran ermitaños aislados del mundanal ruido. Cada ermita consta de dos pequeñas habitaciones, minúsculas, y un pequeño huerto en el que cada individuo plantaba sus cosas. Vivían en esa ‘ermita’, hablaban poco entre ellos, se levantaban a las dos de la mañana para celebrar maitines en la iglesia del conjunto, volvían a dormir a las cuatro, y a las seis, de nuevo, eran llamados por la campana para asistir a la misa. Así un día y otro día, durmiendo sobre un camastro de madera y recordando a diario cualquiera de sus muchas inscripciones colgadas por doquier: «Detén el paso y advierte / Que este lugar te convida / A que mueras en la vida / Para vivir en la muerte». Ellos cocinaban a diario un potaje que sacaban a la puerta para dar de comer a los pobres de Córdoba, que subían a diario por la cuesta del Reventón, siendo cierto que a veces se quedaban sin comida de la de necesitados que se aglomeraban. Su vida era vestir toscamente de fraile y asomarse de vez en cuando al balcón natural desde el que se ve la vega del Guadalquivir y la ciudad de forma privilegiada. Rafael Jaén y la Asociación de Amigos de las Ermitas me llevaron a conocer el conjunto monumental que hoy es conservado por cuatro carmelitas descalzos y visitado por todo cordobés que se precie. Las ermitas pudieron sortear con más suerte la Desamortización de Mendizábal, aquella desgracia descomunal que acaeció sobre cientos y cientos de obras monumentales (ese decreto obligó a abandonar conventos, iglesias y congregaciones que el Gobierno no supo ni pudo conservar, con su consabida ruina), ya que los frailes pudieron demostrar que no pertenecían a orden religiosa alguna, cosa que era cierta. Peor suerte corrió el monasterio relativamente cercano de San Jerónimo de Valparaíso, una joya rotunda abandonada durante años después de que los frailes Jerónimos hubieran de abandonarlo. El monasterio pudo salvarse finalmente gracias al marqués del Mérito, que a principio del siglo XX lo adquirió y fue restaurando poco a poco. Los actuales marqueses lo tienen como residencia veraniega y puede visitarse. Es, sencillamente, impresionante.
Son esas otras cosas que, si no conoces, dicen los cordobeses que, en realidad, no te permiten decir que conoces Córdoba. Por supuesto que, de paso, le echas un paseo a tus clásicos y te queda el sabor de un fin de semana inolvidable. Aproveché para ir a saludar a mi gran amigo Rafael Carrillo en El Churrasco, que nunca defrauda por su trato y sus carnes, y también para probar un par de lugares a los que les tenía ganas: La Candelaria y El Choco. El primero es una antigua ermita en la que el inmarcesible Javier Campos acaba de abrir un refrectorio donde la calidad es la que se espera de alguien que lleva ese apellido en la ciudad de los califas. Lleva poco más de un par de meses y está triunfando por todo lo alto. El segundo es uno de los dos restaurantes de Córdoba con una estrella Michelin (el otro es Noor).
Hacía tiempo andaba con las ganas de ir a ver a Kisko García a su barrio de La Fuensanta para cerciorarme de lo que había probado cuando regentaba un trozo pequeño del Mercado de la Victoria. Debo decir que no solo no defrauda, sino que reconforta: imaginación, creatividad, colorido, originalidad, sabores ciertos y servicio magnífico. El restaurante lo ha abierto como homenaje a su familia y su gente a la vera del bar que aún regentan sus padres y que le enseñó los primeros compases de la complicada partitura de la gastronomía. Degustando lo anterior (o unas deliciosas berenjenas en Puerta Sevilla, otro de mis clásicos, o unas migas excelentes que prepara Elena en la Taberna Bravo de la Puerta de Almodóvar) no pude por menos que acordarme de los frailes de las Ermitas. Digamos que la vida ha cambiado mucho y que aquello debió de ser muy duro. Yo, para qué negarlo, estoy más con estas cosas de hoy.