El Semanal |
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25 de marzo de 2018 | ||
La túnica heredada |
Las túnicas heredadas y desgastadas son una seña de antigüedad y de legitimación, pero las recién estrenadas, una promesa de continuidad Leí hace pocos días en la edición sevillana de ABC la historia de una túnica. Túnica de una hermandad de Semana Santa, entiéndase. Era la correspondiente al Mayordomo de la Hermandad de La Amargura, cofradía que hoy mismo, Domingo de Ramos, andará por las calles de Sevilla, si el tiempo lo permite. Pero no era una túnica pespunteada hoy en los muchos lugares en los que se confeccionan año tras año las de las más de cincuenta hermandades que realizan estación de penitencia a la catedral. Era una túnica de 1918. La vestía el hombre que empezó a darle el carácter que hoy tiene esa extraordinaria hermandad: rigor sin ruan. Esa túnica pasó a su hijo mayor, el cual falleció en la batalla del Ebro, y fue heredada por su hermano, que estaba con él en aquel trágico lance. De él pasó a su hijo y este, al cabo de los años, ha advertido a sus hijos de que esa túnica la deberán vestir ellos cuando corresponda y teniendo evidente algo muy claro: nadie podrá ser enterrado con ella. En no pocos lugares de España los cofrades quieren ser inhumados con la túnica con la que han andado por sus ciudades año tras año, bajo cuyos antifaces han resguardado su identidad a lo largo de esas horas en las que el nazareno dialoga consigo mismo, con su memoria y con Dios. Esta no. Hoy España se llena de túnicas, de alboroto de capirotes, de tradición insospechadamente perseverante, como en el caso de La Amargura de San Juan de la Palma. Hoy se visten niños y niñas en su estreno cofrade, siendo ello una suerte de ceremonia de identidad familiar que la tradición reserva para días como el de hoy y de los que siguen. Las túnicas heredadas y desgastadas son una seña de antigüedad y de legitimación, pero las recién estrenadas son una promesa de continuidad en el futuro, una apuesta por tradiciones que habrán de consolidarse. Sé que a algunos les revienta profundamente que ello sea así y que suspirarían por un escenario en el que todo ello estuviera desterrado de las costumbres locales, pero la España de cofradías resiste de una manera sorprendente todas las embestidas con las que quieran laminarla. Y lo hace por una razón fundamental: por la transversalidad, ese concepto tan de uso y manejo de hogaño con el que se explican los comportamientos supuestamente contradictorios de los seres humanos que poblamos este solejar apasionante. Todos conocemos nazarenos o penitentes que militan en formaciones que, teóricamente, abominan de la ortodoxia católica o, simplemente, de su doctrina más elemental. Los vemos ceñirse un cíngulo y colgarse una medalla y salir en procesión una tarde como la de hoy sin que nadie les pida explicaciones. Debajo de un antifaz hay un hombre o una mujer que sabe por qué razón toma un cirio o una vara y sigue a sus titulares durante unas horas de soledad: son horas de silencio, de memoria, de introspección, de fe o de afirmación antropológica. ¡Cuántas sorpresas nos llevaríamos si supiéramos quién hay debajo de cada capirote! La Semana Santa de todas las Españas es una coctelera indescifrable. Unas veces mueve la tradición familiar; otras, la confianza en las creencias de cada uno; otras, la identificación con su barrio y su gente; otras, un ejercicio humano de nostalgia o de penitencia; y, en la mayoría de todos, la identificación con las imágenes que son llevadas a hombros o en costal por fervientes portadores. Suele ser un ejercicio inútil y un tanto melancólico interrogarse por los motivos que llevan a cientos de miles de ciudadanos a vestir una túnica heredada, arreglada o estrenada desde un pueblo de Aragón hasta un barrio de Melilla. Son secretos de esparto y cera que recogió en unos deliciosos versos María Aurora García Martín en su pregón cofrade a los papones de León: «Se me viene así, súbitamente Cruza una sombra navegando suelos Así tú y yo, corazones en bandada Feliz Semana Santa.
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