Resulta desalentador que haya que enseñarle a una ministra el imprescindible y ecológico papel de equilibrio que juega la actividad cinegética en España
Una ministra, por lo que se ve, vegetariana y partidaria de «animales vivos» ha declarado que, si de ella dependiera, prohibiría la caza y la fiesta de los toros. Se llama Teresa Ribera y es responsable –por así decirlo– del Ministerio de Transición Ecológica, cuyo nombre ya lo dice todo y en virtud del cual ha desestabilizado la venta de coches diésel y se ha lanzado a la piscina del año 2040 asegurando que entonces se habrán prohibido totalmente.
A una ministra, incluso del Gobierno de Sánchez, se le supone cierta preparación o capacidad de discernimiento a la hora de emitir incluso impresiones u opiniones personales. A Teresa Ribera puede gustarle o no la caza, pero no puede presumir de ser capaz de prohibirla en el caso de que estuviera en su mano: resulta desalentador que haya que enseñarle a una ministra el imprescindible y ecológico papel de equilibrio que juega la actividad cinegética en España. En España y en todas partes. La caza permite regular de forma efectiva –y si hay otra ya me la explicarán– el número de animales vivos que transitan o viven en todos los espacios naturales, de manera que no se produzca la indeseable superpoblación ni que corran peligro de extinción. La caza está regulada, no hay mejores garantes de la conservación ecológica que los cazadores, y la creación y mantenimiento de miles de puestos de trabajo depende de las organizaciones de diferentes cotos. La caza, querida ignorante ministra, facilita comida a los animales, controla las enfermedades que puedan sufrir y tiene un único inconveniente, que es la caza furtiva, la única que sobreviviría en una hipotética prohibición. Criminalizar a los cazadores suponiendo que son herederos de grandes señoritos feudales sin escrúpulos es un error profundamente injusto y propio de colectivos ideologizados y ajenos a cualquier razonamiento basado en los datos. Prohibir la caza incentiva, sin duda alguna, la pérdida de biodiversidad, y lleva, por causas que son evidentes, a tener que tomar medidas drásticas ante la proliferación de determinadas especies.
En muchas comunidades autónomas españolas la caza es un importante motor económico, bien a través del empleo o de la inversión directa. Y un argumento cultural de cohesión popular. Cazadores de todo espectro y procedencia animan muchas poblaciones que, de no tener ese medio, se verían ciertamente perjudicadas por individuas como la ministra en cuestión. Los jabalíes, por ejemplo, deben ser abatidos por un elemental cuidado con la propagación de la peste porcina, que perjudica a un trascendental sector de la economía local de no pocas áreas. Las capturas de jabalíes contribuyen a reducir daños a la agricultura y al número de accidentes de tráfico con fauna, que no son pocos.
La contestación a la caza, y no digamos a los toros, provoca unas reacciones de odio civil y personal que resultan delirantes. Supongo que la ligera y absurda ministra lo sabe: mentiras, demagogia y vesania se vierten en redes sociales y en periodicuchos digitales sin ningún tipo de rigor ni base racional contra aquellos que, sabiendo lo que hacen, salen al campo cada fin de semana.
Es de imaginar que a tan sensible individua le producirá el mismo rechazo el boxeo (tanto masculino como femenino) o la pesca de animales que se encuentran tan felices bajo el agua o la hípica deportiva. O yo qué sé. ¡Montar a un pobre caballo y obligarlo a cabalgar! Le ha faltado lamentar que los toros campen en las dehesas algo más de cuatro años sin más que hacer que criarse y engordar. Si prohíbe la fiesta, se acaban las dehesas y se acaban los toros de lidia. A no ser que ella, con su sueldo ecológico, los mantenga, toda una forma de vida en los pueblos de buena parte de España desaparecería de inmediato. Todo por el capricho prohibicionista de una individua a la que habría que preguntarle: «¿Y tú quien te crees que eres para prohibirnos nada a los demás?».