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17 de junio de 2018

¿Sabe usted lo que es un «influencer»?


A la cadena Tal le llega a diario el mensaje de individuos que dicen: "Soy menganito, tengo trescientos mil seguidores, ¿qué oferta me hace para pasar un fin de semana en su hotel?"

El mero hecho de plantear esta pregunta presupone una edad y una condición. Cualquiera que tenga menos de treinta años sabe y comprende la importancia de los influencers. Un individuo así llamado es alguien que en las redes sociales atesora una importante cantidad de seguidores y que, supuestamente, condiciona opiniones y preferencias de no pocas personas. Teóricamente si un influencer aconseja unos zapatos de playa o la actuación de un pinchadiscos, estos tienen garantizado un mínimo de éxito en la dura pelea de la competencia empresarial. Un influencer es un buen camino para lanzar según qué productos, o según qué nueva marca, o la acción de una marca ya conocida, o eventos particulares. Supuestamente mucha gente los sigue y supuestamente hacen caso de sus consejos, lo cual lleva a algunos a comportarse como dioses menores de la prospección y a creerse poco menos que referencias morales. Se da el caso de individuos que escriben mensajes a hoteles o restaurantes ofreciendo sus servicios a cambio de una estancia o comida gratis, lo cual no es punible si solo se trata de un ofrecimiento: a la cadena Tal le llega a diario el mensaje de individuos que dicen: «Soy menganito, tengo trescientos mil seguidores en mi cuenta, ¿qué oferta me hace para pasar un fin de semana en su hotel?». Normalmente sigue la callada por respuesta, aunque en otros casos la cosa es más áspera: un restaurante de Barcelona recibe el mensaje de una tipa suiza que le dice: «Soy zutanita, y quiero ir a comer a su restaurante con unos amigos, ¿puede decirme qué me ofrece habida cuenta de los miles de seguidores que tengo y que hacen caso de mis predicciones?». La respuesta del barcelonés fue fantástica: «Si quieres comer gratis, pídele dinero a tu padre; aquí vivimos siete familias de nuestro esfuerzo». Decía lo de ‘punible’ por cuanto tú ofreces y alguien compra o no, pero no amenazas; hay quienes complementan la oferta con la advertencia de hablar mal de tu negocio si no te rindes a su petición, lo cual es objeto de inmediata denuncia. La mayoría de los pequeños empresarios se desentienden de todos estos cuentistas, y aquí paz y allá gloria. Pero hay quienes sucumben.

¿Quiénes son los verdaderos influyentes? ¿Quiénes saben hacer de todo este mundo de la interconexión un auténtico negocio? ¿Que una muchacha lánguida en YouTube o Instagram recomiende un par de zapatos significa que reviente su venta? Pues es posible: la juventud vive enganchada a una fantasía interconectada que ha supuesto adoración de pequeños becerros de oro. Véase lo ocurrido en la reciente Feria del Libro de Madrid: las colas para conseguir las firmas de grandes autores no eran nada comparadas con las colas para hacerse con un volumen de célebres youtubers que, posiblemente, sean poco capaces de redactar más de cuarenta líneas sin faltas de ortografía, pero que concitan la atención de miles de jóvenes. Conviene no perderse en la descalificación fácil: son páginas simples, ficciones elementales, consejos de estilo de vida sin demasiado recorrido, pero venden y acostumbran al ejercicio de lectura a millones de jóvenes. Resignación. Los que, con mi edad, leíamos a Enid Blyton y sus historias de Los cinco o de Los siete secretos hemos sido sustituidos por chavales que leen a gente que los de mi edad no consideramos que trabajen en algo real, pero que venden, vaya si venden. En esta Feria, Luna Dangelis, una joven gamer de menos de treinta años, con más de un millón de seguidores en YouTube, juntaba colas de tres horas para firmar su libro, que no me acuerdo ahora de cómo se llama, pero que es un éxito indudable. Como lo era El libro troll, de El Rubius, que ha vendido no sé cuántos ejemplares y que ha interesado a alguno de sus hijos a buen seguro. Los tiempos cambian con una facilidad mayor cada día. O nos adaptamos a ello o morimos poco a poco. Lo que no quita para que a los caraduras los mandemos al carajo, pero que tampoco obsta para que sigamos atentos a la evolución fascinante de los días y sus costumbres.

 


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