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4 de noviembre de 2007

Sergi Xavier en el metro


A este paso vamos a acabar compadeciendo al joven barcelonés que pateó, insultó, manoseó y abofeteó a una joven ecuatoriana en el metro hace apenas unas semanas. El vídeo de la agresión gratuita e insultante de Sergi Xavier M. M. ha sido visto hasta la saciedad en la Red y en las cadenas generalistas de televisión: es estomagante y provoca, indudablemente, ganas de ejecutar la justicia primaria de la venganza, pero ni ésa ni otra se ha producido más allá de la repentina popularidad negativa de esa especie de chulo de barrio al que se le empiezan a encontrar demasiadas excusas con las que explicar su comportamiento.

El tío mierda entró en el metro mientras discutía a voz en grito por teléfono y la emprendió a golpes con una pobre muchacha inmigrante que, sencillamente, estaba sentada allí. No lo había mirado, no le había insinuado una sola palabra, no había querido evidenciar en lo más mínimo que sabía que existía un sujeto como Sergi Xavier. Éste, sin embargo, la machacó mientras le decía que se fuera a su país.

Una cámara fue testigo y ha sido providencial para trincar a semejante hijo de puta, pero nos asalta una pregunta: ¿cuántos sujetos como el violento cabrón de jersey rojo cometen delitos como el publicitado por el ojo providencial del metro? ¿Cuántos quedan impunes en el miedo de las víctimas por denunciar? De haber quedado inédita la agresión, la joven difícilmente hubiese denunciado al canalla, que hubiese vuelto tranquilamente a casa satisfecho del deber cumplido, y los autistas viajeros del vagón hubiesen salido con la cabeza gacha a toda prisa de la estación para no verse enfrentados a su propia cobardía.

La Guardia Civil, efectivamente, dio con él, pero los efectos del hallazgo no han pasado de dos horas en el juzgado y una popularidad repentina para el agresor en los círculos de delincuentes raciales y racistas de España. El juez, faltaría más, lo dejó libre. Y es que al fiscal, faltaría más, no le pareció interesante el caso y no compareció. Hoy puede que se esté arrepintiendo al comprobar el buen escaparate que se perdió, pero al no iniciar trámite alguno al juez no le quedó más remedio que obligar al muchacho a comparecer cada 15 días en el juzgado correspondiente.

Entre tanto, se ha hecho una estrella: chulo, amenazador y pendenciero, ha resuelto el caso alegando que iba borracho, que es lo que suelen decir todos los agresores a sabiendas de que el absurdo Código Penal español los absuelve por ello de responsabilidad.

No iba borracho, evidentemente. Iba envenenado. Y soltó el veneno ante la convicción de absoluta impunidad que tienen estos sujetos. No pasa nada porque nadie les hace frente. Encuadrado en un marco familiar, dicen, descuadrado, ya están los comprensivos analistas del hombre y su entorno buscando razones ajenas que justifiquen un comportamiento gratuitamente violento como el mostrado en el vagón de metro.

Tengo la sensación, en cambio, de que no hay que complicarse tanto: uno puede comportarse como un hijo de puta, sencillamente, porque es un hijo de puta. Y no necesariamente ha de tener la culpa de ello la sociedad, su familia o la perversa globalización. No podemos pasarnos la vida lamentándonos de la crisis de autoridad que se vive en diversos ámbitos de nuestra sociedad; antes al contrario, algún día habrá de tomarse en cuenta la posibilidad de privar de libertad a quienes no saben utilizarla en beneficio propio y sólo saben abusar de ella para delinquir impunemente.

Rafita, por ejemplo, el asesino de Sandra Palo, la joven que fue violada, atropellada y quemada por cuatro delincuentes, no puede estar campando a sus anchas dos años después del crimen. Sergi Xavier, en otra<


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