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11 de mayo de 2003

Los impunes grafiteros


En la ciudad de Nueva York se conservan como piezas de museo los vagones de metro que aún circulan pintados por esos artistas urbanos que se han dado en llamar grafiteros. Originalmente cubrían las líneas que unían el norte de la ciudad con el sur. Venían de Pelham, cruzaban Harlem y entraban provocadoramente pintados en Manhattan. Son vestigios de un tiempo de protesta urbana en la que aquellos ideólogos de la anarquía menor inventaron una forma artística y plástica de rebeldía. Como todo, degeneró. Si alguna vez hubo arte en el grafiti -escrito así, a la española-, perteneció éste a un grupo reducidísimo de estetas que en poco tiempo pasó a otra cosa. Hoy, a excepción de unos cuantos coloristas, los grafiteros son, en su inmensa mayoría, un hatajo de gamberros empeñado en ensuciar las ciudades y dejar su marca pretendidamente original en las paredes y en los muros. No hay ciudad española que se libre de esta plaga de mamarrachos. Más allá de que algún estúpido los considere creadores de un 'arte horizontal', los pistoleros del spray asolan barrios enteros: los hay que han creído inventar una firma sugestiva y original y la plasman en cualquier superficie que se les antoje interesante, sea cal, sea mármol, sea metal; los hay que ni siquiera firman, y tan sólo garabatean como el chiquillo que descubre el efecto del rotulador sobre el papel; los hay que dejan impresa una frase postrer generalmente carente de talento; los hay que vierten ideología barata entre signos de admiración; los hay, por demás, que insultan o amenazan de muerte con estremecedoras frases que suenan como disparos. Tan sólo recuerdo una pintada ciertamente inspirada: el propietario de un local malagueño había escrito un 'Se Vende' en la fachada del inmueble ruinoso por el que pedía una astronómica cantidad de dinero; a los pocos días un individuo pintó con trazo guasón un definitivo '¿A que no?'. Fuera de ello, resulta desolador recorrer calles de cualquier ciudad en la que el esmero de los munícipes o de los vecinos ha mejorado el aspecto de las mismas: siempre aparece, con nocturnidad, el impune grafitero dispuesto a ensuciar donde más duele. Puentes, iglesias, museos, rincones, nada escapa a esta inabordable manía. Ninguna ley castiga a quienes masacran el mobiliario urbano y ningún responsable político se atreve a tomar medidas contra ello. En el neoyorquino barrio de Brooklyn, asolado por esta costumbre, han ensayado un sistema novedoso: ninguna venta de spray o pintura se vende a menores ni a nadie que no muestre su documentación, la cual queda convenientemente registrada. Es un método disuasivo que ha resultado bastante eficaz. En la muy mirada España nadie se va a atrever a hacer eso, está claro. Ni eso ni nada. Somos tan idiotas que consideramos que es atentar contra libertades incuestionables: si un policía sorprende a un gamberro ensuciando la fachada de un edificio lo más probable es que ni siquiera le llame la atención, y, de la misma manera, si un juez tiene que juzgar a un denunciado por ello no tendrá la ocurrencia de castigar al 'artista' obligándole a borrar, al menos, los garabatos que haya dejado. Ni que decir tiene que si esa pintada es de carácter político no se osará siquiera a toserle. Así están nuestras calles, nuestros monumentos artísticos, nuestro patrimonio urbano: hechos una mierda. Veremos si en estas elecciones municipales que ya están aquí a algún candidato se le ocurre algo. Que no creo.                                    


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