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8 de octubre de 2006

Plásticos y decibelios


Julián Ruiz es murciano, dicho sea en su honor. Además, es periodista. Y productor. Sabio productor, por demás. Nunca sé si Julián es el Jon Landau español o si Landau es el Ruiz americano, ese que dijo «he visto el futuro del rock y se llama Bruce Springsteen» y después se pegó a él para acompañarlo a la cima absoluta de la cosa. Al tenerlo de gurú de cabecera, he podido conocer aspectos de mis ídolos reservados tan sólo a los que gozan del pasaporte de sentarse una tarde entera con Lou Red o con Sir Paul McCartney, ese pedazo de avaro sólo comparable a Mick Jagger. Tiene un peligro, evidentemente: puede desvelarte aspectos que tiren por tierra años enteros de admiración por un melenas o puede, por el contrario, hacerte ver la categoría concreta del que tú creías que era un capullo de tamaño cósmico. Pero eso es muy útil para volver a escuchar algunas grabaciones y sentir más cercano al intérprete. Al cabo de los años ha decidido escribir parte de sus experiencias en un libro titulado Plásticos y decibelios (Santillana Ediciones), en el que relata algunos pormenores de sus encuentros con los grandes de la música. Leído el libelo, uno acaba con la sensación de que Julián lo ha conocido todo y de que nada se le escapa a su percepción mediterránea y huertana de la vida. Gracias a estas páginas he confirmado lo que sospechaba: muchos viejales del rock se cuidan como si fueran a correr los mil quinientos en unos juegos olímpicos. Jagger y Richards, por ejemplo, después de haberse metido en su juventud todo lo que se pareciera al jabón de lavadoras y después de haberse bebido hasta el mistol de los fregaderos, hacen una vida de padrazos conservadores que no las envidia un obseso urbano de la gimnasia. Yoko le cuenta a Julián que Lennon detestaba la costumbre de McCartney de presentarse en los Dakota sin avisar, con toda su familia, dispuestos a pasar la tarde en el sofá preferido del creador de Imagine. Con las mismas, Paul era visto con ojeriza por Harrison. Y el simpático Ringo era capaz de jugarse en el casino de Montecarlo varios millones de una sola tacada. De no haber muerto John, los Beatles podrían haber grabado algunas piezas más, asegura el autor. Bono es el ejemplo de que no es oro todo lo que reluce. Canta bien, pero siempre me ha resultado cargante, y después de leer los encuentros con Julián, me reafirmo en mi impresión de que dedica su tiempo por igual a componer canciones con los dos únicos acordes que sabe tocar en la guitarra como a fabricarse un halo de santidad que no se corresponde con la realidad. Se le nota demasiado que busca tanto el superventas como el Nobel de la Paz. De Michael Jackson afirma que siempre que lo ha visto ha estado rodeado de niños, con lo que la vida de este trastornado ha sido un continuo caso de pedofilia inocente o culpable. McCartney, otra vez, dice que es un enfermo y un mentiroso. Ahora reside en Bahrain y viste permanentemente con una túnica negra. Con todo, es un genio. Como genio consideraba Julián a Prince, otro chiflado, que igual podía mostrarse surrealista y creador como estúpido y disparatado. De Sting asegura que es un hombre magnánimo y generoso. Defiende a Pete Townshend de las injustas acusaciones de abuso de menores, manifiesta su preferencia absoluta por Peter Gabriel y comparte con los lectores su amistad con el impagable crooner Rod Stewart. Así un ciento. Solamente he echado en falta una crónica dedicada al León de Belfast, Van Morrison, el borde más borde de toda la historia del género, con quien me consta que mantiene buena relación –aunque parezca imposible llevarse bien con un tío tan desagradable– y de quien podría deslizar algún dato sobre su afilado perfil de marido de jóvenes y macizas muchachas. Mientras escribía este suelto, por cierto, tenía de fondo en una pantalla The Last Waltz, la insuperable película en la que The Band compartía escena en una inolvidable performance con Morrison –desconocido sin sombrero y sin gafas oscuras– y algún que otro jovenzuelo más de la época. No dejes de contarlo en el próximo volumen, Julianico, hazme el favor. Porque habrá otro volumen, ¿no?


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