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5 de febrero de 2006

La carne de Martín, de Fermín, de Ansorena.


No es oro todo lo que reluce: la rotundidad gustosa de esas carnes poderosas puede perecer si no se obra debidamente

La carne que se come ahora, que se lleva años comiendo, no tiene mucho que ver con los filetes de nuestra infancia, no. Se hacía lo que se podía, y es seguro que si Martín Lasa hubiese tenido abierto por aquel entonces su asador en Egüés, Navarra –o su hermano Fermín en Logroño–, hubiéramos degustado al cien por cien ese incomparable sabor de una carne roja debidamente curada en cámara los días correspondientes. Pero yo debo reconocer que no la comí hasta que mi llorado Jesús Gasulla me llevara, veinte años ha, al Asador Frontón, que regentaba Miguel Ansorena en la plaza Tirso de Molina de Madrid.

Me acuerdo de aquella mañana como el que se acuerda de un rito iniciático. Diferente era la cosa en el norte, donde siempre se comió bien, pero uno es de donde es y allí lo que proliferan son otras exquisiteces. Puede que aquellas carnes que no comíamos en su día fueran bueyes, y que de eso le venga el nombre con el que siempre se anuncia, pero buey, lo que se dice buey, abunda sólo en las romerías tirando de carretas con estandartes. Todo es vaca, claro. No siempre gallega, que ése es otro mito: gallega, asturiana, cordobesa del excepcional valle de Los Pedroches y hasta holandesa, alemana o danesa. La argentina presenta diferencias de corte, sabemos. Excelente, en cualquier caso.

Y los asadores proliferan por España, aunque, sea cierto decirlo, no es oro todo lo que reluce: la rotundidad gustosa de esas carnes poderosas y grasientas puede perecer si no se obra debidamente. Fermín me enseñó que un chuletón huesudo y gordo hay que ‘calentarlo’ antes de parrillearlo con el simple gesto de colocarlo sobre el fuego de la sartén casera reposando en el hueso un buen rato. De lo contrario, la carne está fría, que es el defecto que cometen buena parte de los restaurantes norteamericanos más famosos: Morton’s, Smith and Wolensky, Capital Grille, Bone’s gozan del extraordinario material que generan los pastos de diversos Estados, pero, a mi modesto entender, obtienen un resultado que gustará mucho a los de allí, pero que a nosotros nos parece algo insípido, no utilizan la sal gorda en el momento de asar y dejan la carne muy amazacotada en el frío interior –eso cuando no le ponen algo de mantequilla al plato, los muy cerdos–. La mejor, después de mucho rodar, creo que puede estar en Nueva York, en Brooklyn: se llama Peter Luger y no acepta tarjetas de crédito, aviso. En cualquier caso no vaya tan lejos, Martín le mete goles.

Decíamos que aquí en España prolifera una costumbre nada recomendable en muchos asadores supuestamente de postín: te traen la carne con una sola vuelta en la parrilla y te adjuntan un plato caliente –«cuidado que quema el plato»– donde, teóricamente, rematas tú la faena a tu gusto. El resultado es que las más de las veces la carne se cuece y no sabe igual. Es mejor devolverla a la parrilla y que te la traigan a tu gusto. Nada peor que una carne blanquecina. En Egües te la sirven sobre unas pequeñas brasas sobre las que, en verdad, dura un suspiro, y en el Asador Imanol, en Madrid, ese hombre de una pieza que se llama Ansorena te la trae tan perfecta que no le hace falta más que cuchillo y tenedor. Siguen siendo incomparables. Y aunque parezca un mecanismo sencillo, asar una buena carne no es tan simple: la fuerza de la brasa, la altura de la parrilla, el tiempo justo, la sal debida y la permanencia de esa pieza en la cámara de frío hacen que ésta sea excelente o que sea vulgar.

Si acude a cualquiera de estos tres emporios, podrá completar el chuletón con otras cosas que ahora no tengo sitio para


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