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5 de diciembre de 2004

La sutileza de la otra orilla


Buscan la fórmula expresiva que más pueda agradar a su interlocutor 

La América extensa que va de arriba abajo, desde el primer vocablo que resulta masticado en español en las riberas del río Grande hasta el último decir que se cae al mar cuando acaban todas las Patagonias, hace que perviva la cortesía en el idioma. Lo explica cuidadosamente Alex Grijelmo en su último libro (El genio del idioma, Ed. Taurus): los hablantes del otro lado han conservado no pocos vocablos que se van perdiendo en España con la idea de que algún día regresen para quedarse. La cortesía, como parece evidente, no está sólo en los gestos, en la apostura, está principalmente en las palabras que se escogen para intercambiar impresiones.

En la adorable América de las cosas, la gentileza es religión. Cuando saluda un mexicano, cuando responde un hondureño, cuando argumenta un colombiano, lo hace buscando la fórmula expresiva que más pueda agradar a su interlocutor. Todo lo contrario que en nuestro país, que, teniendo el mismo idioma, busca siempre la palabra que golpee. El uso idiomático que se produce en aquel continente demuestra que se puede combinar perfectamente educación, agrado y eficacia: es usual que un españolito de visita por el continente de enfrente se sorprenda cuando le dicen «¡Cómo no, señor!» o «Para servirle» o «Con mucho gusto, señora». Son formalidades que hacen mucho más agradable la vida y que no se corresponden, como pretenden algunos agoreros, con servilismos nacidos de dominaciones medievales. El hispanoamericano es educado aunque no esté instruido: nada tiene que ver una cosa con otra. La instrucción no está, lamentablemente, extendida como en Europa y, sin embargo, la educación forma parte intrínseca de su carácter.

El manejo del idioma, por otra parte, es excepcional: cualquier campesino nicaragüense habla con un preciosismo que ya quisiera para sí el más ducho de los universitarios españoles. La generalidad de estos últimos apenas sabe salir de cuatro frases hechas llenas de contracciones vulgares, mientras que cualquiera de los primeros conjuga el subjuntivo con la destreza del mejor de los filólogos. Recuerdo el día que, entre el asombro y el pavor, reportaba información sobre el terremoto que asoló El Salvador allá por el año 2001: tierras abiertas, edificios derruidos, ataúdes alineados…

Un hombre de aspecto humilde miraba absorto una zanja en la que trabajaba una excavadora: en su rostro se dibujaba el rastro de la tragedia, del llanto, de la desesperanza. Me acerqué con la idea de recoger algunas palabras. Le pregunté qué hacía allí. Aquel hombre de aspecto campesino, desaliñado, surcado por las cicatrices de todas las adversidades, me contestó literalmente: «Verá usted: he acudido a esta cuneta con la esperanza de encontrar algo de lo que fue mío; aquí estaba mi casa, pero Dios ha querido que sea engullida por la tierra. He perdido a parte de mi familia y no sé qué nos habrá de deparar el destino. La fatalidad es inevitable, como puede ver». No esperé un relato tan ajustado entre sentimiento y literatura. Sólo acerté a replicarle un tanto conmovido, después de un espeso silencio: «¿Y cómo se encuentra?». Pausadamente, sin dejar de fijar su mirada vacía en el enorme hoyo que se abría ante él, me contestó: «¿Cómo me encuentro? Consternado, señor».

Sólo fui capaz de algún balbuceo de afecto. El que quedó consternado por aquel aplomo lleno de sentimentalidad fui yo. Un hombre roto por el dolor había sido capaz de esbozar un retrato íntimo con una riqueza expresiva que no pecaba ni de almíbar ni de rugosidad.

Como afirma Grijelmo en su imprescindible libro de reciente factura, el genio del idioma –a pesar de ser tierra conq


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