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3 de mayo de 2015

Fuese Espartaco


AMPLIARA un torero, como a un futbolista, le hemos visto nacer como profesional, crecer, desarrollar su carrera y despedirse. Todo, ante nuestros ojos. Es una buena manera de medir el paso del tiempo. A buen seguro recuerdan el día, por ejemplo, en que debutó Raúl en el Madrid siendo un mozalbete. Creció, fue plenipotenciario y finalmente dijo «adiós». En eso pasaron veinte años, nada menos. Me acuerdo del día en que Roberto Gómez me presentó a un muchacho del que me aseguraba que acabaría siendo una estrella. Era un chaval delgado y tímido, de muy pocas palabras. Se llamaba Emilio Butragueño. Fíjense el tiempo que hace que Butragueño colgó las botas. Entendemos en ese momento, como si fuera una revelación, un destello, que los años nos han dejado un surco por alguna parte. Juan Antonio Ruiz Espartaco era un chaval rubiales, atlético y de sonrisa demoledora cuando le vimos debutar a finales de los setenta. Le venía de casta paterna la cosa. Su progenitor hizo con él lo que el padre de Paco de Lucía con el guitarrista de Algeciras: exigirle ser el mejor. Le enseñó y le formó como torero no permitiéndole ningún descuido. Y los años ochenta fueron de Espartaco. Valiente como un jabato, poseedor de una técnica soberbia y sobrado de nobleza por todas partes, el diestro de Espartinas mandó en el toreo como pocas veces se recuerda. Máxima figura; esa cosa que, como dice Alfonso El Cani, es más difícil que ser Papa de Roma. Juan Antonio era un extraordinario lidiador, un conocedor de las técnicas del toreo como pocos ha habido, lo que le valió salir bien parado en el número de cornadas. Me contaba en una ocasión que su buena memoria le permitía recordar cómo había salido un toro de esa misma ganadería y de la misma línea familiar que el que iba a torear: de esa manera creía saber cómo enfrentarse al morlaco que estaba saliendo por chiqueros. Lo cual es prodigioso porque durante más de cinco años estuvo liderando el escalafón, matando cerca de doscientos toros por temporada. Ya es acordarse.

Curiosamente, su lesión más grave se la propinó el fútbol, no los toros. Una rodilla renqueante se pulverizó a cuenta de un choque en un partido de fútbol. Desde ese día conoció más quirófanos que patios de cuadrillas. Años noventa. Incontables operaciones. La lesión era tan puñetera que le permitía escalar el Everest, pero no cruzar una calle con una punta momentánea de velocidad. Para un torero que tiene que escaparse del toro en un segundo gracias a su arranque instantáneo, esa lesión era garantía de cornada. Fuese Espartaco durante años, como le ocurriera a ese gran corazón vestido de torero que se llama Vicente Ruiz El Soro, que también sacó un abono para cirugías y se ha paseado decenas de veces ante los señores de bata verde.

Espartaco, no obstante, siempre ha estado ahí para quien le ha necesitado. Vistiéndose de luces o de corto ha vuelto puntualmente a los ruedos para ayudar a este o a aquel y para demostrarse capaz de salir de un roto como el de su rodilla.

Y tuvo que ser Sevilla quien vistiera de luces a su torero más poderoso por última vez, abriendo el ciclo de la Feria de Abril, como tantas veces hiciera de la mano del maestro Curro Romero. Y lo hizo, entre otras cosas, por generosidad con una afición a la que cuatro figuras han preferido ignorar a cuenta de pendencias empresariales nunca bien contadas. Abrió cartel con Manzanares y Borja Jiménez, un magnífico chaval de su pueblo a quien dio la alternativa en una tarde espléndida, emotiva y llena de chispazos taurinos. Valiente, generoso, cortés como pocos, Espartaco volvió a ser figura del toreo. Toreó con cabeza y corazón dos toros a los que cortó las orejas demostrando que el que sabe sabe. Y sus compañeros le pasearon a hombros por el ruedo que ha visto pasar su vida y la nuestra, y la Puerta del Príncipe se le abrió por sexta vez a lo largo de su carrera.

Fuese Espartaco definitivamente, ese gran caballero vestido para siempre de torero. Y deja un hueco, para siempre, irrellenable.


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