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19 de septiembre de 2004

Los espesos (1)


La apuesta consiste en saber si ese día va a oler de nuevo, y el resultado no defrauda

Levante la mano el lector que no recuerde contar en su entorno con un ser humano desentendido de la limpieza y el mínimo aseo. Puede ser usted, incluso, uno de ellos; sabiéndolo o no, porque se dan varios casos: el de aquél que es un cerdo y no le importa y el de aquel otro que cree que no huele y, sin embargo, un hedor a tortilla de ratas lo precede desde varias rotondas.

Suele darse en todos los ámbitos, evidentemente, pero en algunos se hace especialmente conmovedor: a pesar de ser un colectivo bastante limpio, en el mundo del taxi se da el caso de aquel que permanece horas y horas en un auto poco ventilado –en el que entran también no pocos desafectos con el desodorante– y no percibe que las bacterias descompuestas y malolientes están de fiesta en sus axilas; es ese momento en el que entras en el habitáculo y recibes el aroma que te trae el aire de la ventanilla tras su paso por el sobaco del conductor, descompuesta humanidad que sabe a rebaba de encías y a sudor reseco.

El mismo que te llega en algunos restaurantes cuando un mesero solícito y amable te deja el plato de viandas haciendo coincidir tu nariz y su alerón. Conozco a personas insensibles que han llegado a dirigirse al maître para protestar por esa circunstancia y solicitar que sea otro camarero el que les sirva, cosa que suelen hacer un tanto airados y molestos, porque el que sale tiquismiquis con estas cosas suele ser bastante contundente en sus quejas. ¿Qué lleva a que un ser humano que vive armoniosamente con sus semejantes huela permanentemente a vertedero?: falta de higiene, está claro, pero también debe de haber algo más. Anosmia, no sé.

El que apesta ¿sabe que apesta? Conozco un restaurante de Madrid, excelente y obsequioso, que cuenta en su nómina de empleados con uno que lleva oliendo mal desde que abrió sus puertas. Resulta un tipo elegante y encantador, solícito y simpático a rabiar, pero que tiene alojado bajo su brazo un dragón con halitosis. La apuesta consiste en saber si ese día va a oler de nuevo, y el resultado nunca defrauda, ya que apesta desde la entrada y hace que las gambas adopten un curioso sabor a mezcla de mar y sebo. No lo cambian puesto que debe de ser una institución, imagino, y el hecho de que esa casa esté permanentemente hasta los topes habla bien de la calidad de la misma.

De los centros de trabajo, por ejemplo, podríamos relatar y no parar: en una de las varias redacciones que he pisado en esta larga marcha hacia el caos final contábamos con un delicioso y amabilísimo sujeto que olía especialmente a cansancio y del que dudábamos si era un pobre hombre enfermo o si no se había lavado desde la toma de Alhucemas. Su aspecto, curiosamente, era inmaculado: camisa inobjetable, peinado correcto sin exceso de grasa, pantalón sin manchas…, pero hedía como si hubiera estado corriendo la maratón con abrigo de paño.

La curiosidad siempre nos pudo: ¿era un cerdo o padecía una disfunción concreta? Con el tiempo hemos concluido que era –y es– un cerdo, ya que, finalmente, uno de deportes se dispuso a cruzar la raya y hablar con él. Le dijo aquello tan socorrido de «yo también tenía el mismo problema que tú», con la esperanza de aconsejarle unos polvos mágicos que enmudecieran el griterío de su sobaco, pero fue más inservible que la primera rebanada del bimbo, ya que el maloliente le contestó: «¿Qué problema?». Evidentemente, si se lavaba, o no cambiaba el agua o no lavaba la camisa, ya que su presencia garantizaba la sensación de estar permanentemente en el inodoro. Era, cómo decirlo, un olor semejante al de un resto de vómito fermentado en el asfalto.

A buen seguro, nada de lo antedicho le<


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27/10/2004 21:07:12 MCarmen Baños
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