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4 de febrero de 2013

«America the beautiful»


Los norteamericanos son, esencialmente, ceremoniosos. La puesta en escena de la jura del presidente electo es, en sí misma, una comedia musical con todos los ingredientes para la emoción colectiva: himnos, cánticos, poemas, proclamas, artistas distinguidos, familia y figuras históricas. Escenario y épica hacen el resto. Y el frío, exigencia del rigor calvinista (más que luterano). Desde el Capitolio de Washington hasta el Memorial de Abraham Lincoln median tres kilómetros largos: en enero de 2009 estaba todo abarrotado; en este enero de 2013 se registró la mitad de convocatoria, dato coincidente con el hecho de que Obama ha sido el primer presidente desde 1916 que en su segundo mandato obtiene menos respaldo representativo que en el primero. Aun así, aquello era un gentío, un batiburrillo de gente entusiasta, una reata de miles de personas fascinadas por el ceremonial y deseosos de formar parte del cuerpo de ejército que respalda la mitología inmediata de un país. A la ceremonia, que empezaba a las 11.30, había que llegar sobre las ocho de la mañana si se quería disponer de un lugar desde el que vislumbrar, muy a lo lejos, a los sumos sacerdotes del poder estadounidense, entiéndase los Barandas, los fiscales del Supremo, los poetas y sacerdotes y Beyoncé, que por lo que se ve cantó el himno en play back (no como el gran James Taylor, que atacó con su simple guitarra el America the beautiful). Y la gente lo hizo. Todo respondió a lo previsto, incluido el discurso del colosal orador que es el Santo Negro, monumento al buenismo y homenaje renovado a la ilusión socialdemócrata.

 Washington merece, a pesar del frío afilado y capador, un vistazo. No padece la misma vorágine proteica que Nueva York ni se amuerma aburridamente como tantas capitales del medio oeste. No gasta energías en levantar edificios imposibles y no se conforma con la arquitectura rectilínea de alguna de sus hermanas. Washington se parece poco al resto del país. Incluso se come mejor. Ha desaparecido Citronelle, que era su mejor expresión, pero se ha consolidado alguna que otra aventura destacable, como Rogue 24, un ejemplo perfecto de restaurante subterráneo, posindustrial, de garaje reconvertido en pleno callejón, donde una estrella de los fogones se recicla después de haber dejado su cómoda titularidad en un tres estrellas de por ahí. RJ Cooper ha conseguido centrar la atención de la ciudad en su show de cocina abierta: no menos de tres horas de comida y no menos de doscientos dólares por cabeza.

 Es interesante, pero, por preferir, me quedo con el último experimento del español José Andrés, gran gurú de los manteles en Estados Unidos: Minibar, calle 9, barra redonda para veinte comensales y paciencia para degustar sus veintisiete platos del menú; la mayoría, de alta competición. José Andrés, ya lo he dicho en alguna ocasión, es un embajador gratuito y sincero de España en toda América del Norte, como lo son los españoles que sacan adelante con éxito La Taberna del Alabardero, la aventura del cura Lezama que cumple cerca de treinta años en la capital norteamericana y que sigue siendo un consulado formal y competente de nuestra comida y nuestros vinos. España, desde una cierta insignificancia, tiene presencia sentimental en muchas pulsiones personales más allá del éxito del cocinero asturiano y del permanentemente abarrotado Alabardero: el Atlético de Madrid -atiende, amigo Enrique Cerezo- tiene un seguidor enfermizo y constante en el jefe de conserjería del hotel Willard. Se llama Michael, lleva el escudo del club en su corbata y el nombre del mismo en la matrícula de su coche. Es del Atleti por la misma razón que yo soy de los Mets de Nueva York: por algo absolutamente inexplicable. El Willard, por demás, a unos metros de la Casa Blanca, es la historia misma de Washington, lugar en el que moraron desde Lincoln hasta Mark Twain, y hotel propio de los recorridos por el National Mall, el parque que abarrotaron menos que en 2009 estadounidenses entusiastas por sus ceremonias patrióticas, por la efusividad juvenil de sus instituciones, por la densidad política de sus líderes y por la dimensión estelar de sus artistas. Todo ello, envidiable, por cierto.


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