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7 de marzo de 2004

La caseta de madera


A Paco Poleo le dijeron que no se preocupara, que era cuestión de dos o tres meses, que recogiera sus cosas y se preparara para abrir de nuevo “La Caseta de Madera” en otro emplazamiento, ya que un sitio de tanto nombre y tradición merecía seguir siendo una referencia en Santa Cruz de Tenerife. Paco, efectivamente, se llevó aquella media barca que hacía de barra, tomó bajo el brazo los libros de firmas en los que habían dejado su rúbrica artistas, científicos, literatos, políticos, deportistas y otras faunas y le echó un vistazo de despedida a la ermita de Regla y al Castillo Negro antes de cerrar lo que había sido uno de los lugares más típicos de la ciudad y casi, casi, del archipiélago. Sabía que la remodelación de la fachada marítima y la construcción del auditorio diseñado, ¡cómo no!, por Santiago Calatrava implicaba deshacerse del tipismo; su casa, modesta pero inolvidable para quienes allí pasamos más de una velada dedicados a la conversación y el pescado, pasaría a formar parte de la memoria colectiva de la población. Ni que decir tiene que los que le dijeron aquello de “Tranquilo, Paco, que son dos meses” se quitaron de en medio y los que les siguieron no pusieron interés ninguno en cumplir su palabra, con lo que a la capital le falta el viejo lamento de madera y escamas por donde se le moría la tarde y a donde íbamos propios y forasteros a deleitarnos con los sabores marineros y las papas arrugás. Nos dejábamos llevar por los camarones inevitables, los mojos preparados a mano, nada de turmix, por el “Cherne”, los “Tollos”, las “Jareas”, por aquellos potajes de verduras con calabaza o bubango que tanto frecuentan los paladares de las Islas y por ese prodigioso “Gofio” de harina tostada que cuando está bien preparado resulta extraordinario --conviene que se conozca un poco más la cocina canaria--.

Nada nuevo bajo el sol. Cuando a una localidad se le arranca uno de sus lugares comunes, de esos que caracterizan el paisaje, se producen las inevitables cicatrices de la memoria: en Barcelona me cerraron un bareto en la calle Salmerón al que mi padre me llevaba a tomar un cacaolat a la salida de la escuela y casi me da un soponcio cuando veo en su lugar un restaurante chino. Así con todo. La paulatina aniquilación de los viejos colmados de ultramarinos de Sevilla ha variado la faz del centro en nombre de  los supermercados impersonales y de las tiendas todo a cien y ha convertido a ésta en una copia de cualquier otra, sin necesidad de Calatrava ni de Moneo. Otrosí en Madrid, en Valencia, en Almería. A buen seguro recuerda usted un enclave de su ciudad que se lo ha llevado por delante el avance arrollador de los tiempos: unas veces son los propios dueños, que, agotados por el trabajo y a falta de continuadores, se retiran a sus cuarteles de jubilación, y otras son los cambios urbanísticos los que meten la máquina de derribo y acaban con la fotografía de la costumbre. Nadie discutió la reorganización de la fachada marítima de Barcelona con motivo de los juegos del 92, pero todos lamentamos que los viejos merenderos de la Barceloneta, a pie de playa y con todo el sabor de fritanga que quisiéramos, fueran enterrados en la memoria a extinguir. Los responsables del acomodo estético y funcional de las ciudades deberían guardar alguna de las formas que hicieron de éstas territorios particulares y respetar la muchas casetas de madera que pueblan las españas y que se han convertido en símbolos de su tiempo. A nadie en su sano juicio se le ocurriría derribar La Bodeguita de En medio de La Habana, por poner un ejemplo, aduciendo necesidades renovadoras. No sé, a todo esto, si el bueno de Paco Poleo estaría por la labor de volver a enclavar en el paisaje salitre, a la vera de lo que fue el Castillo de San Felipe, una nueva Caseta de Madera; supongo que no, que de todo uno se harta, pero quienes queremos a Santa Cruz y<


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