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15 de febrero de 2004

De Perico a La Fuencisla


Quedan las viejas casas de comidas en las que saciaban el hambre los antiguos

Madrid es una selva gastronómica de la que sobresalen las palmeras luminosas de la cocina de autor y las luces de colores de los restaurantes con estrella de la Guía Firestone. O de la Guía Pirelli. Son estupendos, modernos, clásicos, caros, agotadores. Pero, aparte, quedan esas viejas casas de comidas en las que saciaban el hambre los antiguos y en las que algunos contemporáneos gustamos de bichear y retozar, de las que solemos conocer a sus propietarios y en las que estamos por conseguirles subvención del ministerio correspondiente para que sigan ilustrando la costumbre del buen comer. Algunas han fenecido ya, devoradas por la propia falta de herederos; muchas se han ido con sus fundadores, con su cocinera, con su clientela, pero otras se resisten y siguen convocando a no pocos exploradores urbanos que conocen sus direcciones como el rastreador que conoce las madrigueras selectas. Eso le pasa a Perico, en la calle de La Ballesta, donde se puede comer a las tantas el delicioso arroz cutre que prepara Nines, o a La Fuencisla, que viene a ser una especie de templo breve sito en la calle San Mateo en el que cocinan con una precisión milimétrica todo tipo de viandas. El cierre metálico de La Fuencisla siempre está echado y quien no conozca el rito creerá que está cerrado sea la hora que sea: no; hay que meter la cabeza y ver si, por casualidad, queda mesa libre, que casi nunca queda. El revuelto de trigueros que comí la pasada semana con Rafa Pola y José Manuel Pardo enloquecería al más exigente. Ya desapareció El Figón de Santiago, que estuvo precisamente en la calle Santiago y que era un lugar al que sólo podías acceder si venías recomendado por otro cliente o amigo: la puerta siempre estaba cerrada y a través de una mirilla se tenía que dar la referencia para acceder a un comedor en el que un maître singular, esposo de la cocinera, recitaba de forma erudita y barroca una serie de platos a unos comensales que no se podían andar con bromas, ya que a más de uno dejaba sin comer si se hacía el gracioso (recuerdo el nombre de un postre: dulcedumbre del Bailio). Cerró este figón como cerró el Guría de la calle Huertas, casa de carta inacabable, o La Colorada, en Santa Engracia, que era taberna taurina con cuatro mesas fatigosas, pero con una cocina extraordinaria. Pero aún sigue abierto un listado nutrido de pequeños fragmentos de resistencia madrileña, que madrileño es todo el que ahí llega: La Copita Asturiana es una tasca de veladores de mármol viejo que se asienta cerca de San Francisco el Grande en la que un matrimonio perseverante confecciona una fabada deslumbrante y generosa, como sabrosísima es también la de Casa Hortensia, como inconmensurables son las setas de El Imperio o la tortilla de patata de Silkar. Hay un Madrid, vengo a decir. Aún se puede trazar la ruta de los camareros con chaquetilla blanca y servilleta al brazo: Casa Mundi lleva dando de comer lo mismo desde antes de la guerra y siempre bien; Casa Labra fue fundada en 1860 y desde entonces reboza el bacalao como nadie; Casa Ciriaco borda la gallina en pepitoria desde 1897… Hay un Madrid de tabernas maravillosamente incómodas en las que no sabes si te gusta más la comida o la ilustración, como la Taberna de San Mamés, excelente en todo; las hay taurinas, como Casa Alberto; inacabables, como el cocido de Malacatín; surrealistas, como Casa Toribio; castizas, como Schotis de Corredera Baja; imprescindibles, como Casa Ricardo, o genuinas, como La Playa. Y seguiría hablando de La Viuda de Vacas, y de la Taberna de la Daniela, y de De la Riva, y de Las Pocholas. Y de lo que se podía comer uno en Riscal a las dos de la mañana, años ha, cuando dejaba la radio y me permitía invitar a un par de putas a paella. Pero todo eso ya sería dar demasiados datos. Por hoy acabó el paseo.


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