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10 de agosto de 2003

De Strassera a Garzón


De qué oscuro rincón de la psico de un individuo surge el repentino ataque de crueldad que hace posible el crimen organizado, metódico, despiadado? Lo desconoce mi muy ligera instrucción al respecto. ¿Puede el convencimiento de estar sirviendo a un orden inevitable y necesario convencer al asesino de estar realizando un acto justo e ineludible? La experiencia histórica demuestra que sí, que los nazis_creían servir a un orden imprescindible, que los estalinistas creían necesario el extermino de los enemigos por el buen fin de la revolución. ¿Lo creían también los militares argentinos que devastaron un país y una generación -si no varias- de individuos 'sospechosos'? Vaya usted a saber. Sólo sabemos en lo que se convirtió aquella nunca lejana orgía de sangre y terror que hoy parece reabrirse en un último intento de la justicia por reparar mínimamente tanto crimen. Vuelve Garzón, en una palabra, y ante los que recelan de las actuaciones de este incansable individuo, quien suscribe, con no pocas razones para agradecerle su empecinamiento y su valentía, se reconforta con que la esperanza de los justos no acabe durmiendo en los archivos de un almacén de legajos. Hay quien todavía equilibra los crímenes de aquellos salvajes aduciendo argumentos de inevitable sino histórico o de dolorosa coyuntura política; sin embargo, nadie de los que pretenden pasar página estuvo un solo minuto amenazado por la simple posibilidad de caer en las manos de las fieras uniformadas. A los criminales hay que juzgarlos, sin más. De ser posible, en su propio país; de no serlo, allá donde quede la memoria de una víctima. Recuerdo fielmente el juicio en Jerusalén contra el verdugo de Treblinka 'Iván el Terrible', de nombre John Demjajuk: coincidí en la ciudad y quise ver con mis propios ojos la escenificación con la que los judíos reencuentran a sus asesinos más sanguinarios. La vista era pública y se celebraba en un polideportivo, al que acudieron, silentes y tensos, cientos de judíos. Demjajuk basaba su defensa en asegurar que él era un simple granjero alemán que emigró a Estados Unidos y que jamás había pisado Polonia. En un gesto exageradamente teatral le tendió la mano a uno de los hombres que se acercó en rueda de reconocimiento ordenada por el juez con el fin de dictaminar su personalidad: el anciano, mirándole fijamente a los ojos, palideció, gritó «¡es él!» y le escupió en el rostro. La suerte de Demjajuk estaba echada. Los militares argentinos, por el contrario, saltaron sin quemarse las ascuas de la justicia: Alfonsín promulgó sendas leyes de Punto Final y de Obediencia Debida y el inconcebible Menem acabó el trabajo indultando a los que habían sido simplemente rozados por el castigo justo. Videla fue encerrado en casa y Astiz, el gran cabrón, se paseaba en descapotable por Buenos Aires hasta que la gente perdió el temor y comenzó a lincharle allá donde se presentaba. Hoy, la iniciativa de Garzón, por muchos peros exquisitos que sea susceptible de tener, puede obligar a la justicia argentina a definirse ante una de sus más dolorosas contradicciones: si el poder político lo permite -y parece que el inquietante Kirchner está por la labor- podrán renacer las ansias de Julio César Strassera, mitad fiscal, mitad tabaco, y ajustar cuentas con los asesinos más sistemáticos que ha sufrido la dolida Argentina.  

No deben cerrarse las cuentas pendientes por el simple paso de los años; no es justo, sencillamente, que un asesinato prescriba: que haya pasado un tiempo no mengua el crimen realizado. La historia no puede olvidar lo que Sábato reflejó en su prolijo informe. Garzón lo entiende. ¿Lo entendemos todos? 


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