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29 de febrero de 2004

Elogio de lo vasco


Hay otro País Vasco, claro que lo hay. Está en aquellas cosas de cada día que no rozan lo que algunos definen como “el conflicto”, que no es sino un cuento del que muchos llevan viviendo desde hace no pocos años. Hay un País Vasco de nombres propios que hacen que este sea un territorio lleno de afectos: si tienen un amigo vasco lo sabrán. Antxón Urrusolo me lo decía mientras me enseñaba las obras de restauración de la Catedral Vieja de Vitoria-Gasteiz, en la que han inventado un sistema tan novedoso que permite a los interesados conocer por dentro cómo se va reconstruyendo un templo que anda ya por los ochocientos años o así. Han dispuesto pasarelas que permiten ver la Catedral desnuda desde varias alturas, los suelos levantados que tapaban enterramientos, los vaivenes de la piedra y la argamasa, las cicatrices caprichosas del tiempo escritas en las peladillas de un barrio silencioso.

Gonzalo Arroita me enseñó por igual las vidrieras del templo y los pinchos sublimes de Sagartoki, donde envuelven yema de huevo en beicon y patata deshidratada, lo fríen y te lo dejan ahí, como si cualquier cosa. Eso es muy vasco, no dejarte sólo hasta que te tapan con el cobertor, bien adelantada la noche. Es habitual que levanten una esquina y aún te pregunten si quieres un último cacharro. Javi Urcelay, que me presentó a la más excelente merluza que he conocido jamás, aquí mi amigo, aquí una cola de merluza, es muy así. Bilbao permite el asombro de que uno conozca la merluza de su vida en una cafetería, Astoria, hará siete años, cuando Javi me acompañaba a Ermua a llorar sobre la desolación. Hay en lo vasco una fascinación. Ganas de vivir, no sé. José Mari de Juana es “guipuchi”, como Pepe Dioni –el vasco más sevillano o el sevillano más vasco--, y una noche de ese frío húmedo con el que los huesos de los adentros se visten de norte me acercó a Hernani --¿a Hernani usted?. Sí claro, a Hernani, ¿qué pasa?— para dejarme a los pies de una turbadora tortilla de bacalao que acababa de cocinar la deliciosa Nati de la Sidrería Zelaia, o para llevarme a la Sociedad Aizepe, o para asombrarme en el Gambara de la Parte Vieja (Jose Mari: ¿aún está abierta aquella prodigiosa casa de comidas de Urrestrilla que creo que se llamaba “Bizker” y que llevaban tres hermanos?). Ese sentido de acogida en lo vasco me sigue turbando con el paso de los años, su generosidad, su franqueza. Fidel Ramos y José Ramón Berriozar, del portentoso Ikea de Vitoria, son capaces de venirse a Andalucía cargados de cosas de allí sólo porque saben que nos gustan a los de aquí, que nos gusta el perrechico, que nos gusta la salsa de oporto que le echan al foie fresco, que también se traen, que nos gusta el Trasnocho que acaba de embotellar Remírez de Ganuza. Esa gente hace lo verdaderamente vasco, lo que nos emociona a los demás, y no la cantinela degradante de la raza o la historia inventada. Lo vasco está en el trato que apabulla por su llaneza, en la falta de doblez con la que encaran un apretón de manos. No podemos permitir que un sector enfermo de odios y pendencias enmascare a la gente que dedica su vida a echar semillas de lealtad y devoción. Yo quiero seguir visitando a Pedro Bordonaba en su Museo del wisky donostiarra o al siempre acogedor Agustín González del Ercilla y hacerlo sin ceder un palmo de soberanía personal: se lo dije a Ibarreche un buen día en que me invitó a comer en su despacho y en el que anduvimos a vueltas con la cosa del terruño. “Tú, querido presidente, aquí estás en tu país, sí, pero yo aquí también estoy en el mío”, le dije, y tan amigos. Es decir, no podemos permitir que nos quiten lo que es de todos. Santiago Silván me lo hizo ver con su bonhomía el día en que me llevó de “amaiketako” a probar unos soberbios bocartes rebozados en un minúsculo templo de la Alameda Rekalde de Indauchu: los brazos están abiertos para quien se quiera<


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