No me he parado a contar las horas de vuelo que debo llevar como pasajero de las líneas aéreas del mundo, de aquí para allá, de allá para aquí, volando directamente, enlazando, saltando de aeródromo en aeródromo, de cuchitril en cuchitril, de pista en pista, pero a poco que me acerque a la cifra total seguro que me he pasado más tiempo sentado en un avión que en los bancos de misa, y eso que soy de familia de misa semanal. Bueno, pues creo estar en condiciones de asegurar que nunca, absolutamente nunca, he comido bien en un avión. Tal vez porque sea imposible, tal vez porque mi umbral de sensibilidad sea particularmente alto o tal vez porque el sistema de catering de cualquier aeroplano sea incompatible con el gusto, no sé, pero intentar siquiera diferenciar si el engrudo es carne o pescado es una tarea de titanes del paladar. Ignoro qué lleva a pensar a los creadores de menús de vuelo que pueda existir alguien capaz de saborear pacientemente una tortilla recalentada con el aire de las turbinas o unos macarrones resecos salpicados de un repugnante queso blanquecino. La tensión que le supone volar a algunos viajeros puede verse aliviada por la distracción de ir abriendo bolsitas o plásticos humeantes y discernir con los cubiertos entre las diferentes capas de supuestos alimentos, pero, más allá de esa circunstancia, no me encuentro entre los pocos que limpian la bandeja con los restos del panecillo gomoso que se sirve encastrado en la taza de café. El café. Esa es otra, pero no voy a entrar. Recientemente, con motivo del recorte de gastos que anuncia la compañía Iberia, las célebres y vomitivas bandejas de comida serán sólo servidas previo pago de un puñado de euros con la idea de que ese ahorro pueda repercutir en el precio final del billete y así competir con las pequeñas compañías que ofrecen vuelos a precios más razonables. Nada que objetar. Si alguien está tan desesperado como para pagar ocho o nueve euros por uno de esos estomagantes menús en vuelos nacionales, allá él; los demás estaremos autorizados, según la compañía, a acceder al avión con la tartera correspondiente o los bocadillos pertinentes. Pues no veo la novedad: eso mismo llevo haciendo yo desde que entendí que permanecer más de tres horas en un avión era arriesgarse a sentir el mordisco de la hambruna. Cuando vuelo más allá de nuestras fronteras acostumbro a dejarme caer por La Garriga, en el Paseo de la Castellana de Madrid, que tal vez sea una de las mejores barras de embutidos de toda la capital. En La Garriga saben preparar un bocadillo como es menester: saben extender el tomate por el pan, regarlo con el mejor aceite y llenarlo del mejor producto catalán. Me hago con cuatro o cinco chapatas de fuet, jamón, sobrasada, y me subo tan pancho a la cabina. Cuando llega la hora de la tortura declino amablemente la bandejita y despliego mi operativo ante la mirada envidiosa de todo el sector de pasajeros que me rodea y que lamenta entonces padecer esa cierta vergüenza que les hace creerse catetos y cebolletas si se traen la comida de fuera. Ahora eso queda institucionalizado tan ricamente y podemos subir con el bacalao a la llauna o con la tortilla de alcachofas --que es sabrosísima y permite ser comida fría-- o con el jamón cortado y envasado al vacío. Verse libre de la estomagante oferta culinaria de los aviones, sea cual sea la compañía, es una de las mejores noticias de este siglo. La madre de Lola Flores, en el primer viaje que hicieron a las américas, quiso cocinar un guiso en pleno pasillo de turista aduciendo que siempre que salían la niña tenía que comer como en casa. No se lo permitieron, claro, y eso la contrarió mucho. No podía entender que no se pudiera comer --comer, comer, entiéndase- en un lugar en el que se pasaban más de doce horas. Ahora, tras los años, uno puede por fin degustar un espléndido puchero con pringá siempre que las amables azafatas consientan en calentarlo. Algo es algo. Viva la aviación.
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