Ahora hay que tragar con enero, que es un mes desagradable como un lunes.
La decoración normalmente minimalista que soporta mi casa por Navidad había sido sustituida por otra, llamémosla insistente, con la que Mariló Montero quería rendir homenaje al neobarroco industrial en el que vive cualquier ciudad de lo que ahora se conoce como «nuestro entorno». Aparecían por doquier estrellas de oriente y campanas forradas de un verde marquesa de ese que se ponen los más pijos cuando van a cazar con sombrero tirolés y pluma en ristre, velas de un inequívoco grosor que ya quisiéramos para otras envergaduras, flores de pascua de amenazante aspecto carnívoro y lazos gigantes de terciopelo rojo anudados a cada pomo de puerta que surgían como una aparición a la vuelta de cada baldosa. Yo no dije nada por un aquél de tener la fiesta en paz, ya que me llevé una sonora bronca cuando se me ocurrió juntar un pequeño grupo de polvorones de La Estepeña en una caja recoleta que coloqué a la vera de un centro florido: «¡pero no te das cuenta de que eso no pega ahí!», hube de escuchar, no sin achantarme, antes de esconderme en el horno. El árbol, remedando un pino de cualquier espesura de Doñana, parecía plantado por el Icona y el Nacimiento tenía todas las trazas de ser obra de una brigada suelta del antiguo MOPU en colaboración con Unión Fenosa. Varios ingenieros excedentes han debido venir por casa a horas sueltas, porque si no, no se entiende. Bueno, pues guardar todo ello en los armarios dispuestos al efecto ha supuesto un esfuerzo de jibarización sólo comparable al de los mejores especialistas de la tribu correspondiente; tanto que algún reverendo y blanquibarbado anciano en forma de Santa Claus ha debido ser sacrificado no sin ceremonia funeraria y sin las mutuas condolencias entre los diversos miembros de la familia, y no poco ramaje evocador –artificial, por supuesto– ha acabado en la mandíbulas hidráulicas y neumáticas del camión de Lipassam. Ha pasado el ciclón de las Pascuas y queda la casa como cuando retiras los cuadros de un salón en tránsito de mudanza: con la marca de un inquietante vacío. Ahora hay que tragar con enero, que es un mes desagradable, como si fuera un lunes, con aspecto de cobrador que llega con la factura de las bebidas cuando aún estás deshaciéndote de la resaca. Uno se echa la mano a la frente, al uso de los indios que escudriñan la caravana de pánfilos colonos entrando en la reserva, y busca dónde anda el Miércoles de Ceniza que abre el portón de la Cuaresma. Y de repente se da cuenta de que antes de que nos recuerden que polvo somos –y lo que ha costado siempre llevarlo a cabo–, están ahí los carnavales, contraste intermedio entre dos espiritualidades bien distintas: en una nace el Niño, en otra lo crucificamos, y en medio, como un brote civil de descreimiento y resistencia, nos dedicamos a la chanza –más de uno deberá andar preparando los disfraces con los que hará el ridículo cuando, bien entrada la madrugada, busque un taxi con el que volver a casa después de despintársele la cara y desmadejarse su componenda, vestido de putón y cabreado con su novia–.
Se renueva, pues, el ciclo vital que nos lleva de salto en salto al mismo lugar del año anterior. Una vez pasado el trago de esta cuesta pedregosa y fría, pasaremos de la danza al crimen, del frío al templado y del templado al calor, para acabar de nuevo abriendo los armarios donde habrán dormitado las espesas selvas de fronda y paisanaje que han ocupado todo rincón. Tal vez vuelvan las aguas a su cauce y, de nuevo, un espíritu ornamental noruego o finlandés sea el que impere en casa en lugar de este ejército de ocupación de pastorcillos, camellos, caganés y papanoeles con el que hemos tenido que convivir. Tal vez.
No lo sabremos hasta entonces, con lo que quedamos el año que viene en esta misma<