Los Tamara de Pucho Boedo –que cantando en gallego en aquellos años ya habían trabajado sin descanso por Francia o por el norte de África y habían triunfado en España abriéndole el camino a otros-- cantaban aquello de “A Santiago voy”, que era una canción propia de casino de población media en domingo por la tarde, con sus familias aburridas y sus meriendas a medio acabar, sus sillones de cuero viejo siempre ocupados por honrados próceres perpetuos y sus almanaques de los meses y los días saludando en primer tiempo de retraso. Al igual que ellos, a Santiago voy yo año tras año, caminando a trozos sueltos y fragmentando el tiempo de pisadas y silencios, que es como hacemos el Camino los peregrinos que vivimos por entregas. Me llevo de cabecera uno de los mejores libros que se han escrito sobre el particular y que no es otro que “La Hechura del Camino de Santiago”, de José Luis Herrera --autor a su vez de un hermosísimo paseo arbóreo por nuestro país, “Antología de España”--, en el que el autor describe paisajes y personajes con la precisión preciosa de un orfebre antiguo, manejando una prosa poética envidiable y un finísimo sentido del humor. Soy de los que peregrina solo, ya que en soledad es como se camina bien, detiene uno su mirada en rincones inadvertidos y se siente más próxima la caricia de la libertad. Y como hombre de costumbres, me gusta repetir tramos de largura cerealista castellana. La Castilla de Tierra de Campos, en el pasaje que el recorrido mordisquea a la provincia de Palencia, encierra mis mejores momentos: dejo atrás Castrojeriz y entro en tierras de trigales y viñedos, sin el consuelo de los árboles ni las sombras, con la breve frescura del canal del Pisuerga y la redondez de Boadilla del Camino que me marca la ruta a Frómista, donde Castilla se hace más Castilla y donde San Martín me abre un joyero románico por el que llevan pasando leyendas desde hace más de cinco siglos. Son muchos los que se inclinan por la frondosidad navarra o gallega, por el asombroso camino de ascenso a Cebreiro, por la grandiosidad del duro Roncesvalles, por el trasiego asombroso de los Montes de León al Valle del Bierzo, pero a mí me siguen pellizcando más esas interminables llanuras castellanas a las que se acostumbra la vista que descansa en el horizonte. Tal vez por mi gusto por la soledad, tal vez por ese reducto de patria moral que guardo en mis adentros por Castilla, me siento en unas secretas praderas de la felicidad cuando despido el cimborrio octogonal de San Martín y me encamino hacia Villalcázar de Sirga vadeando el río Ucieza, el que dicen que al desbordarse arrastró la imagen de una virgen bizantina que luchaba contracorriente y a la que un lugareño rescató allá por el año 1011 y por la que se levantó una ermita que ahí sigue. En Villasirga estaba Pablo Payo, el inolvidable mesonero que siempre te recibía vestido al uso y que me dijo un año que cuando más flaquean las fuerzas surge una voz de dentro que te dice. “¡Camina, Camina!”. Pablo era de natural generoso y daba de comer cordero al son de la dulzaina y el tambor –siguen sus hijos--. Y en Villasirga está Berruguete, y la Orden del Temple entera, y las “Cantigas” de Alfonso X haciendo referencia al templo descomunal de Santa María la Blanca. Y luego queda Carrión de los Condes, que es como un regalo final para el caminante que cruza su trazado jacobeo, apabullante, hermoso, monumental, a través de su calzada romana y llega al Monasterio de San Zoilo, hoy hospedería y en su día fundación benedictina.
Este año volveré a mis andadas y me temo que un impulso natural me volverá a llevar por entre los amplios trigales de la Castilla más ancha, esa que tanto amo. Ya llegaré a Santiago, que siempre espera. No hay prisa.