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14 de diciembre de 2003

Un álbum de fotos cualquiera


Nos reverdece ese pasado en el que éramos mera coyuntura del tiempo

Dios mío! ¡Ésta soy yo!, exclamó asombrada Mariló Montero cuando uno de esos sábados en los que hay tiempo para visitar un rincón normalmente poco frecuentado del escritorio abrió un álbum de fotos en los que guarda tesoros de la adolescencia y sus sucesivas posdatas. La foto recogía su paso por la televisión costarricense durante su larga vida en aquel país y presentaba a una muchacha vestida de colores refulgentes bajo una apabullante mata de pelo encrespada y unos ojos pintados con trazo grueso de negro traición. Era ella, evidentemente. Un cuaderno de fotografías olvidadas nos reverdece ese pasado en el que éramos mera coyuntura del tiempo y en el que vestíamos al tictac de una moda pasajera y, con los años, difícilmente explicable. Hay quien tiene pocas fotos de sus andanzas juveniles y solventa el trámite con una primera comunión de chocolate y balonazos, pero los hay que han guardado hasta las fotografías de su operación de apendicitis y son incapaces de albergar en el disco duro todos los tesoros que poseen ocultos tras un papel de calcar. Ya sabemos que cualquier tiempo pasado no tuvo por qué ser mejor: la elegancia manifiesta de los años cincuenta, en los que las jóvenes madres parecían salidas de un casting de partenaires de Cary Grant, dio paso a las tentativas de los sesenta por abrir nuevas fronteras de colorines y al desastre final de los setenta, en cuya década llegamos a rozar la inconstitucionalidad del gusto. Véase usted mismo si no. Abra, abra el álbum. Busque la foto en la que anda trasteando con dos o tres amigotes y en la que se lo ve con esos cuellos de camisa que parecen fabricados para echar a volar, y con esos pantalones acampanados que no se los pondría ni para ir al carnaval. Uno mismo, que al nacer en el 57 emergió a la superficie durante aquellos años de talle ceñido y estampados a cuadros, se ve en el papel desteñido del primer color y se pregunta si era lícito salir así a la calle: un bigotillo confeccionado con restos de pelusa, una mata de pelo nacida de las cejas, una delgadez extrema, una cara de lánguido y pasmado, un inexplicable deseo por vestir con una talla menos y unas gafas de sol de policía de Montana recién llegado de la nieve. Luego, en los ochenta, a los muchachos ya no les dio por peinarse como si se hubieran dado cabezazos contra el cierre de un colmado, pero dejáronse brotar el cabello de su frontal como si un repollo les hubiera sido plantado la noche anterior. Sus vestimentas tenían más que ver con una serie antigua de marcianos que con cualquier otra cosa. Mucha hombrera y calcetines blancos. Y mucho vaquero con blazer cruzado, corbata chillona y zapato de pala corta. Ellas, por su parte, con ese vestido negro, corto y pomposo que llevaban a todas las bodas y con las camisas rosas de raso y de mucho pliegue también estaban sublimes…

Pero al ver las fotos, vengo a decir, sólo nosotros conocemos todas las claves, los figurantes, el momento, la tristeza o el gozo del instante en el que alguien nos raptó un segundo de nuestra vida. Sólo uno mismo tiene la llave de la continuidad que va desde la fotografía en la escuela con el mapa de lo que pronto no quedará de España, a la de aquella pareja circunstancial que tanto amamos y que acabó por irse a por tabaco. Se pueden ver las fotos como el que ve facturas antiguas, recordando las deudas y los agobios, pero se pueden ver también con los ojos curiosos de aquél que quiere verdear algún tránsito glorioso. O de aquélla que quiere llevarse el susto de su vida recordando las pintas que lucía por la pasarela de la vida.

Anímese, que hoy es domingo y tiene tiempo para las sensaciones fuertes.


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