No creo desvelar ningún secreto nuclear si confieso que hice el servicio militar en Ferrocarriles, que era regimiento del arma de Ingenieros, hace tantos años como para no olvidar que se trataba de la 14 Unidad, Plaza de Armas, Sevilla. El tren ya agitaba entonces mis fantasías como si de una novela en movimiento se tratase. Trenes de amor, de soldados, de campesinos, de niños, de olores a carbonilla y pan de pueblo, trenes del recuerdo y trenes de antaño. Trenes de asientos de madera y postales montañeras en los compartimientos. Tren de tertulias improvisadas, de pasajeros imprevisibles, de canastas de mimbre y gallinas de corral. Trenes que dejaron de circular por nuestras vías, pero que aún me llevan, desde los caminos de la memoria, hasta una estación perdida, en el silencio de los recuerdos, en mitad de un paisaje de frutales y tibia primavera. En esos trenes comencé a comprender la no siempre fácil asignatura del placer de viajar. Viajar hoy se ha convertido en una carrera de destinos, salir y llegar. Entre ambos trayectos se impone una exigencia: llegar cuanto antes. ¿Para qué? Viajar es necesario ¿por qué hacerlo de un tirón, desechando la calma, la emoción del sosiego, el compás del placer?
Siempre que puedo intento viajar tirado por la locomotora de la calma. Lo he hecho en Cuba, donde una nana guarda los sueños de los niños con una letra de vapor de azúcar y papillas de malanga: chuchú, pam pam, chuchú, pam pam, locomotora ¿dónde tu vas?; yo voy pa' Pinar del Río, Santiagocuba y viro p'atrás. Lo he hecho en Inglaterra, viajando en trenes de vapor, a través de verdes campiñas y siguiendo el curso de los ríos, allá donde los gnomos de sus bosques beben las antiguas historias normandas. Lo he hecho en África, para viajar al corazón de un continente fascinante, siguiendo la ruta del marfil y del polvo de oro, atravesando trazados europeos del siglo pasado y viendo en sus estaciones de hierro fundido el impasible estoicismo de la negritud. Siempre que puedo viajo hacia la calma, buscando el placer de descubrir mi asombro en las vías de mi sueño, tan parecidas a aquellas nuestras de los trenes de carbonilla, paso a nivel en mitad de los pueblos. Aún más: siempre que puedo me acerco a las estaciones a ver a los trenes salir. Me gusta ver salir el que va al norte, ya pasada la media tarde, e intentar saber qué lleva a cada uno a subirse a esa colección de asientos con memoria. Voy a las estaciones de las ciudades por las que paso, o a los que llego en avión; voy a ver las despedidas, algunas tan intensas, a pie de escalerilla, a pie de lágrima y pañuelo; voy a ver los trenes llegar, con las caras de cansancio, o las alegrías del encuentro._Siempre acabo volviendo al tren, que es una forma de volver al adiós.
En aquellos trenes españoles aprendí a interpretar con ritmo lento la hermosa partitura del encuentro fortuito, de la charla improvisada, de la merienda compartida, de la visión serena de nuestros más hondos y rebrincados paisajes. Los tengo grabados a fuego entre los recuerdos._La lluvia de Castilla, en tarde gris de panza de burra, golpeando las ventanillas del tren. El sol reventón de la andalucía del naranjo y el olivar blanqueando con su luz cegadora la línea del tiempo de mi infancia. Todo un atlas geográfico de los sentimientos, cartografiados por el trazo indeleble de mi sueño continuado:_viajar en tren desde el pasado hasta el futuro con la calma que exigen las