Los más finos van a una cena exquisita y se aburren como osos
España debe ser el único país en que toda la ciudadanía, al unísono, celebra un tránsito festivo de la misma manera: con las dichosas uvas del día 31. Ahí si que no hay nacionalidades históricas ni tradiciones particulares nacidas de la diferenciación etnicista: suenan las doce campanadas y cuarenta millones de personas se ponen ante el televisor a ver caer la bola del reloj de la Puerta del Sol –¡Cielos, Madrid marcando la hora a los ibarrechistas!– y todos a procurar no atragantarse con la costumbre esta de comer uva sin masticar. La cosa no es tan antigua: parece que nació a principios de siglo, cuando los excedentes de uva obligaron a los cosecheros a distribuirlos y a inventarse algo para que el personal se los tragase. Joder con los cosecheros, la que montaron. Dicen que hay algunos que se resisten, como mi querido Javier Capitán, que ese día, el 31, cena igual que los demás y se acuesta no demasiado tarde, antes de las campanadas si tiene sueño. A Capitán se la sopla el año nuevo y el ceremonial consiguiente, cosa que envidio y alabo, ya que a mí lo de las uvas y los aldabonazos me carga sin remedio: diecisiete personas, o las que sean, de pie ante el electrodoméstico catódico, brindando con esa alegría tan de manual por año que acaba de llegar y diciéndose lo de «¡¡feliz año nuevo!!» de forma muy encomiástica o buscando un rincón para llamar todos a la vez a alguien que no está, normalmente un padre o una madre. Eso de besarte alborozadamente con el mismo con quien estabas dos minutos antes se me hace un poco cuesta arriba, qué decir. Luego toca divertirse por cojones y beber champán o cava también por lo mismo. Algunos entusiastas tiran confeti y serpentinas y la música empieza con los inequívocos sones de la sesuda creación A mover la colita, que abre el baile y que invita, inevitablemente, a que toda la reunión se agarre de la cintura y comience a recorrer el comedor sorteando sillas y mesas, y no sigo porque me pongo malo sólo de pensarlo. Siempre hay quien se cree que salir a la calle es muchísimo más divertido, sin saber que es exactamente igual de estremecedor que una fiesta en casa, si no más, ya que hay que añadirle los metepatas que vienen con la cogorza fácil, el tráfico espantoso que atasca ciudades y el frío desalentador que suele hacer de esa noche un paraíso siberiano. Los valientes que van a una fiesta organizada saben que se van a encontrar con más de ochocientos allá donde sólo caben doscientos, que harán una hora de cola para dejar el abrigo y otra para recogerlo, una más para conseguir un cubata en la ‘barra libre’ y un par de ellas para poder entrar en el cuarto de baño sorteando los vómitos. Y luego están los hijos de su madre de los petardos, que se los podrían meter por donde el sol no brilla. No es extraño contemplar alguna pelea de órdago y a alguna niña llorando a las tantas, como no es inusual que te siente mal el marisco o el puñetero pavo al que han mechado con todo lo mechable.
Los más finos van a una cena exquisita de hotel carísimo y se aburren como osos. Los más exagerados se disfrazan de lentejuela y traje largo y no dan por buena la noche si no se han acostado con las segundas luces para poder decir al día siguiente que sólo han dormido tres horas. No suelen faltar los niños que se empeñan en hacer una serie de monadas tales como tocar el violín que acaban de adquirir o poner en práctica los primeros pasos de ballet que están consiguiendo descoyuntarles las articulaciones, y los padres y abuelos que aplauden enloquecidos mientras el resto de invitados busca una ventana por la que huir. Un panorama.
Claro que hay quien dice que si no es así, a ver cómo se celebra esa noche. Uno puede encerrarse a oscuras y con tapones en los oídos o encomendarse al Altísimo y disponerse como cor