Ellos las comen en casa y no acostumbran a pedirlas cuando salen.
La Rioja es una tierra excepcional, tanto que me resulta envidiable y hace que cada cuanto me deje caer por alguno de sus rincones, bien sea caminando hacia Santiago, cruzando de Nájera a Santo Domingo, bien sea buscando la cuna de este instrumento con el que me hago entender y que está allá en San Millán. Y, como a Paul Bocusse, a mí me chiflan las `patatas a la riojana´, tan sencillas pero tan completas, tan sabias, tan rotundas. Sigo con un debate que abrí una mañana en la radio según el cual este plato admite más pimentón que el que de por sí lleva el chorizo: unos decían que no, otros que sí; yo creo que sí, y siempre las hago como mi ejemplar amigo Juan Andrés Vidaurre, que en la sociedad, en Estella, las borda añadiendo un último sofrito de ajo picado y pimentón agridulce de la Vera, que es oro molido. Pero, bueno, ese no es el tema.
A las `patatas a la riojana´ les ocurre lo que a otros platos eminentemente tradicionales de determinadas zonas de España: que no las hacen en ninguna parte. Vas a La Rioja, te relames pensando en el plato que te vas a zampar y te llevas la desagradable sorpresa de que no está en prácticamente ninguna carta, sea en palacio o en ruin tasca. Lo más normal es que en La Rioja, por supuesto, no te hagan `patatas a la riojana´. En una ocasión tuve que rogarles a mis amigos del Consejo Regulador del Rioja que me obsequiaran con ese plato y no con una comida posmoderna que me habían preparado con todo cariño. Como tienen fuerza y son generosos, lograron que alguien próximo las preparara: nunca las había comido iguales. Ellos me hacían ver que siempre que se venía a La Rioja se ofrecía ese plato y que ya era hora de cambiar, a lo que yo repuse que los que vamos a La Rioja no vivimos en ella y no nos ha dado tiempo de estar hasta la bola de esa exquisitez -pasa algo parecido con las chuletitas asadas en sarmiento-.
Ellos, los riojanos, las comen en casa y no acostumbran a pedirlas cuando salen, lo cual hace que los forasteros, si queremos comerlas, busquemos un restaurante de confianza y un día antes les roguemos por teléfono que nos las tengan. Normalmente hay suerte y lo hacen, pero hay que pedirlo. En Canarias viene a pasar lo mismo con las `papas arrugás´. Frecuento menos de lo que quisiera el archipiélago, pero las dos o tres veces que caigo al año por aquel dulzor no dejo de buscarlas afanosamente. Desde que cerró -o cerraron- la inolvidable y playera casita de madera en Santa Cruz, que no fallaba nunca, deleitarse en Tenerife con unas buenas ''''''''''''''''papas arrugás'''''''''''''''' es toda una prueba de resistencia. Las consigo gracias a que mi querido Elías Bacallado las negocia previamente con El Coto de Antonio, un sabrosísimo restaurante cercano a la Plaza de Toros sin toros, que las busca en el norte de la isla y las trae como un tesoro, negras, pequeñas, de interior levemente amarillo, y las sirve acompañadas de un mojo sabrosón y potente.
De no ser así, se pueden encontrar `papas arrugás´, pero no son tan genuinas, tan autóctonas. Qué decir de las migas, uno de los platos más expendidos y comunes de todas las Españas: a ver quien tiene cojones de entrar en cualquier restaurante medianamente castizo y pedir un plato de migas y que lo tengan. En nombre de las migas, también hay que decirlo, se han hecho muchas marranadas y cualquiera que parte pan duro a cuchillo y lo fríe con morcilla ya cree que ha preparado unas migas... y de eso nada, monada. Almería, tierra de dos variedades, migas de pan y migas de harina, plantea el mismo problema. O te vas a Ramón, o a la Terraza Carmona o al merendero de El Alquián, uno de los mejores restaurantes del mundo