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28 de diciembre de 2003

El gorrín (1)


A ver quién es el guapo que le pide al carnicero el certificado de crianza

Por un aquél de los duendes de la Navidad –a alguien hay que echarle la culpa– apareció la semana anterior el artículo El Gorrín. Bueno, pues éste que sigue debería haberse publicado antes. Háganse a la idea de que aún no han leído el de la semana anterior y discúlpenme.

Goyo González, el inspirado y talentoso radiofonista que nos regala a diario su portentosa imaginación en la SER, es de esos grandes amigos que se tienen y que siempre son bien recibidos en casa a pesar de todas las manías que, como buen genio, pueda tener. Su educadísima y cariñosa conversación está salpicada de esos toques particulares de gracia antigua, de gracia de Madrid –que aún la tiene a pesar de las velocidades y la boina–, con la que cuenta las aprensiones que le van asaltando con la edad y la delgadez. Cuenta Goyo cómo un día de atasco infernal en la M-30 hubo de coincidir a la misma altura de un camión de transporte de ganado durante una larguísima y calurosa hora de verano. El camión y él estuvieron parados sin avanzar un solo metro, agobiados por la incertidumbre de la situación, en una de las curvas del sur de esa autopista doméstica; al estar uno al lado del otro, la fatalidad hizo que su persona coincidiese con todos y cada uno de los corderos que transportaba el tráiler y que estaban aprisionados y achicharrados bajo aquel sol de justicia. Los animalitos no dejaron de balar durante aquella larga hora, sin poder moverse, beber y, casi, respirar. Goyo, que es un hombre extremadamente sensible y emocional, se concienció en ese momento de la dura e injusta vida que espera a algunos animales que van camino del sacrificio y, como si un rayo de luz divina le hubiese fulminado, decidió que ya nunca más comería carne de animales que no se hubiesen criado en libertad. Y todo eso, que es muy bonito y tal y tal, es un problema de narices cuando le invitas a comer a casa y tienes que enseñarle los certificados de libertad del pollo que acabas de cocinarle: sólo come pollo de corral, está claro, y cerdo ibérico criado en el campo, y cordero que haya cumplido los años reglamentarios –es decir, que haya vivido lo suficiente como para realizarse–, y carne de ternera que haya pasado del límite de la adolescencia, casi vaca, y conejo que ni por asomo provenga de una granja. De lo contrario, te da las gracias y se contenta con una lechuga. Por supuesto, Goyo jamás comerá un cordero lechal o un cochinillo de esos que han sido criados con leche y sacrificados a los treinta días de su nacimiento: eso lo considera un crimen, por muy bueno que esté. No me acuerdo si come caza, pero creo que tampoco. Total, una decisión personal muy respetable pero llena de incomodidades: a ver quién es el guapo que le pide al carnicero el certificado de crianza salvaje de la pitanza diaria.

Una de las excelencias de las que se priva es el gorrín. Digamos que el gorrín es la acepción navarra del cochinillo castellano, aunque en nada se diferencien. Cuando paseo por las faldas de Urbasa o por las riberas del Urederra, por la hermosa Estella de las cosas, hospedo en mi paladar el sabor jugoso del gorrín. Nacho Sanz de Acedo, que es un viejo carlista distinguido y guasón, navarro de profundidad diez y de gracia semejante a la de Goyo, se hace con uno de ellos en una carnicería de Murieta que conoce a los cochinos por su nombre y que los selecciona con mimo de matarife antiguo. Lo llevamos a asar pacientemente a San Miguel y lo comemos entre reverencias poco antes de asombrar al mundo con una más de nuestras exhibiciones de dominio del mus, arte prodigioso en el que Nacho y yo hemos destacado con el triunfo en varios campeonatos abiertos mundiales. Hace años que ya no concursamos debido al aburrimiento que nos produce la victoria repetida, pero tras un gorrín crujiente y desgrasado,


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