Electrizaron al mundo con la puesta en escena de una música virtuosa.
Eran unos muchachos melenudos que apenas acababan de cruzar la frontera de los veinte. En Japón, que coge siempre muy lejos de todo, electrizaron al mundo con la puesta en escena de una música virtuosa y sublime con la que cambiaron la vida a unos cuantos bebedores de libertades escénicas. La púrpura que destilaba la saliva de Ian Gillan nos hizo ver a alguno de los adolescentes que nos empezábamos a asomar al balcón de las emociones fuertes toda la policromía del rock. El Made in Japan, a unos cuantos, nos cambió la vida. De aquello han venido a pasar unos treinta años, que no son nada pero que parecen mucho, y a la vuelta de la esquina de este siglo turbulento han regresado vestidos de la sabiduría que da haberse paseado por el mundo montados en humo y agua.
Maestros de la instrumentación, los Purple juntaron en varios acudideros de España a los que renovamos a diario la fascinación por un imaginativo golpe de bombo y por un portentoso riff de guitarra, entre todos el más famoso, el que se le ocurrió a Blackmore, Ritchie, una tarde que andaba de paseo por Suiza, que ya es tener imaginación ocurrírsete algo pa-seando por Suiza. Cuenta Gloover, el bajista sereno, que el punteo de la guitarra solista en Smoke on the water es efectivo y el más popular de la historia porque es demoledoramente sencillo: tán, tán táaan... Beethoveen, si es que se escribe así que ahora no me acuerdo, hizo lo mismo cuando compuso una de sus sinfonías más famosas: tá, tá, tatánnn. La fuerza de las cosas está en la sencillez, su grandeza es siempre hija de una elaboración simple pero genial.
Tan popular es la conjunción de esos cuatro acordes que me contaba el otro día Mariskal Romero haber visto en algunas tiendas inglesas y americanas de guitarras eléctricas un letrero impidiendo a los jóvenes compradores probar los instrumentos tocando los compases de Smoke on the water. Qué hartos no estarán de que todos toquen lo mismo. Estos muchachos, que ya calzan los sesenta en algunos casos, ojo, tenían una sólida formación clásica: John Lord, el teclista sabio, es un respetable caballero que alterna el rock con la música clásica y que ya entonces basaba en compases de Bach algunos arranques de sus piezas de más éxito. Juntos, con algunas incorporaciones impagables como la de Steve Morse -algo más jazzístico que Blackmore-, consiguen desmontar el manido argumento del olor a naftalina: pocos chavalotes de los que acaban de dejar el acné en el espejo del baño alcanzan la medida de frescura que atesoran cinco sabios que, después de haberse bebido hasta el mistol, muestran exquisitos episodios de sensatez y cordura.
En La Cubierta de Leganés andábamos por miles: unos habíamos sido testigos presenciales del primer hervor, del primer eructo volcánico de su irrupción; otros los conocieron de la mano de sus padres cuando ya no les hacían falta peluqueros. Todos, en esos extraños unísonos independientes que tiene el rock, sabíamos de memoria el riff de Highway star, la canción más hermosa dedicada a los coches y a las chicas. Todos, pero especialmente los que peinamos memoria de la década más prodigiosa que vivió la música -los setenta-, nos dimos cuenta de que treinta años después, entre estallidos de púrpura profunda, sigue habiendo humo en el agua.