Sevilla es, de todas, la más mujer; siempre pasional, siempre absorbente
Anduve no hará muchos días por Santander de la mano figurada de Ramón Pérez Maura –ya somos mayorcitos los dos para ir cogiditos de la mano de su madre, que también andaba por allí porque es de allí– y volví a caer en la cuenta de las ciudades que empiezan con la letra ‘S’. Una extraña coincidencia hace que todas ellas sean ciudades majestuosas, encantadoras, recoletas, monumentales o deslumbrantes. Viendo Puerto Chico desde el ventanal del Bar del Puerto, donde las anchoas son solomillos estirados y la merluza tiene ese suave trato de las muchachas tímidas, me reafirmé en la hipótesis de trabajo que estamos desarrollando Javier Gurruchaga y yo acerca de la impronta que les brinda esa letra inicial. Un paseo desde Pereda hasta la Magdalena –solventando el estupefaciente auditorio– es una invitación a la evocación incluso para los que ni somos de allí ni nos hemos criado allí. Evocamos Santander como la conocemos porque sentimos la necesidad de que haya sido nuestra en algún momento: me lo ha dicho muchas veces Manolo Huerta, que fue un gran alcalde y es un gran propagandista de la urbe y un estupendo anfitrión. Es una dama que sigue jugando al escondite, algo así.
Y Salamanca: José Luis Gago, el cura que me casó y que antes me había dirigido en la radio y que sigue siendo el mejor embajador de Dios por aquí abajo, me llamó para impartir una conferencia a los pocos días. Otra fascinación: distinta, la de una Castilla de hondura más religiosa, más inmortal, más de los adentros. Soy de los que gusta llegarse a Santa Cruz de Tenerife, de donde me contaba mi padre que volvió con el acento trufado en almíbar tras haberse criado allí, y de los que invierte horas en pasear por la ruta de los poetas de Soria, desde San Esteban hasta el casino en el que Machado dejaba correr la mano buscando una rima arcillosa y discrepante.
Otra ciudad que empieza por ‘S’, como Santiago, a la que algunos hemos llegado dejando atrás kilómetros de paisaje para abrazar a un apóstol sorprendido por su poder de convocatoria. Cuando dejas el monte del Gozo y te dejas guiar por las torres de la catedral hasta llegar a la Puerta Santa –fui en año jubilar— sientes ciertamente aquello de estar en el pórtico de la Gloria. Santiago es una ciudad permanentemente vestida de norte, establecida entre la lágrima y la piedra, donde sientes que la historia te observa tras los visillos de cada ventanal y donde crees que algún hada escurridiza te hace cosquillas en el costado. Viste de norte San Sebastián en el paisaje visto desde Santa Clara, como una postal inversa e inusitada de la ciudad en la que Pepe Dioni me sigue sorprendiendo por su manera estratosférica de prepararme un gin-tonic. Segovia es, en cambio, tan romana que me siento el soldado de las legiones que escolta a José María cuando vuelve de conquistar cochinillos al frente de su ejército de camareros. Pronto llegará el AVE a esta Castilla adivinada y se poblará de los durmientes que no se quieren quedar en Madrid, con lo que habrá que estar atento para que el crecimiento no lastime su ‘S’ de sobria, señorial, sorprendente y no se lleve por delante el equilibrio que se muestra entre paisaje y empedrado.
… Y Sevilla. Vuelvo a Machado. La ‘S’ más sinuosa, más sensitiva, más seductora. Sevilla de mis cuitas y mis cosas. Es, de todas, la más mujer, siempre pasional, siempre absorbente, siempre a un solo paso de todos los arrebatos posibles.
No acaba mi catálogo: Sanlúcar, Santoña, Santillana, Sant Pol, Sepúlveda, Santo Domingo, Suances… Olvido tantas como no conozco y tantas más en las que ahora no caigo. Seguro que entre ellas está la suya y acabo de meter la pata. También ha