El rock tiene poderosas razones para sentirse satisfecho de su estado de salud. Pocas manifestaciones artísticas tienen su agilidad, su penetración social, su escenario para la revuelta, la contestación, la poesía o el mero cuento. Pocas corrientes estéticas encuentran seguidores generación tras generación de forma no interrumpida. Las recientes visitas de los Stones o de Metallica prueban que los hijos de aquéllos que se asombraron ante una nueva forma de contar las cosas, de electrizar ambientes adormilados, de hipnotizar colectivamente a las masas, siguen igual de fascinados que sus padres y se incorporan a la tramoya del rock con la misma vocación partícipe. Ignoro si la revolución digital, el pirateo, las mantas y todo este descoloque pondrán finalmente en peligro una industria contradictoria como ésta -alguna solución se acabará encontrando-, pero algo me dice que los hijos de los que ahora descubren el fluido energético de una música incomparable seguirán en la fascinación colectiva así que pasen unos años.
A este que suscribe le cogió la fiebre en los inicios de los setenta -soy de la cosecha del 57- y aún es hora de que me vea libre de ella: un día escuché el Get Ready de los Rare Earth en su larga y barbitúrica versión de más de veinte minutos y decidí que ya nada de ello me sería ajeno. No contaba más de doce o trece años cuando llegué a la conclusión de que yo quería ser Fogerty, John Fogerty, que ya estaba a punto de disolver los Credence ante la mirada absorta de sus seguidores y que había conseguido mezclar en su estómago la música de los garajes y la de los pantanos como si tal cosa. Tanto era así que acabé en Berkeley, rebuscando entre los restos de la hoguera, diez años después, dándome cuenta de que nada dura tan poco como las vanguardias y de que vivir en California más de un año es divertido si eres surfista o vinatero... o si tienes veinte años llenos de hervor. Empezaban entonces los ochenta, o acababan los setenta, y a mí me parecía que el rock perdía contundencia, con lo que me dediqué a observar con lupa las cosas que aparecían, por si acaso se colaba alguna blandenguería conceptual, como de hecho ocurrió. Sin embargo ahora, con estas cuarenta y cinco castañas que me contemplan, estoy en disposición de agradecerle al rock, como tantos otros de mi generación, el mantener despierta mi curiosidad: a los míos nos gusta volver a los primeros discos de Springsteen, a las alucinaciones japonesas de los Purple, al virtuosismo delirante de Génesis, a la contundencia incontestable de Black Sabbath o al sabor campesino y eléctrico de los Greateful Dead, pero también nos entusiasma haber coincidido con los Hellacopters o los Jayhawks, por poner dos ejemplos bien distintos y sublimes de la música que se hace en este siglo de esperanzas y temores, y asombrarnos ante su soberbia_realidad.
Los que seguimos adorando a la figura borde y deslumbrante de Van Morrison llenamos los estadios compartiendo hechizo con adolescentes, percatándonos a la vez de que no estamos tan fuera de juego como creemos al ver, por ejemplo, cualquier exposición de arte contemporáneo. El rock hace que sigamos vivos en mucha mayor cuantía que cualquier otra expresión artística.
Y eso hay que agradecerlo siempre