Recientemente se han cumplido treinta años de la muerte de Bruce Lee, el más grande entre los grandes especialistas de artes marciales que recuerda el cine y lo que no es el cine. Aquellos que estamos interesados en su disciplina deportivo-artística-filosófica no dejamos de recordar la figura inquietante y desbordante de este extraordinario luchador que tanto nos deslumbró desde su filmografía. Sus películas mucho tuvieron que ver con el auge fílmico del cine de karatekas realizado en Hong Kong y que inundó las pantallas mundiales durante un buen puñado de años: mi generación -y alguna que otra- se crió asistiendo a pases de celuloides imposibles en los que veinte chinos_inexpresivos -o excesivamente sobreactuados- eran machacados por otro chino heroico que nunca se enfrentaba a todos a la vez, sino que iba despachando a los malos chino a chino, mientras que los del resto se movían alrededor haciendo como que atacaban. Debo decir que cuanto más malas son aquellas cintas, más me gustan, mejor me lo paso. Pero lo de Bruce era, obviamente, otra cosa. Bruce Lee era un inconmensurable atleta que tan sólo perdió un combate: el día en que fue atracado en la calle a los trece años; a partir de ese día perfeccionó de tal manera las artes marciales que éstas aún viven, en buena medida, de sus creaciones. Bruce provenía del Kung Fú (ya se sabe, Shaolín y todo eso) pero no era exactamente Kung Fú lo que hacía: su técnica fue conocida como Jeet Kune Do y era un equivalente a la esgrima marcial, más libre de normas y conceptos que las rígidas escuelas chinas. Nada que ver, por supuesto, con aquella serie de televisión que protagonizó David Carradine y que, en principio, estuvo ofrecida a Lee, en la que el actor se movía como un pato cuando hacía ver que peleaba y en la que no paraba de caminar en busca de su hermano -tanto caminó que hoy en día sigue de actualidad aquél dicho de 'Ojú, llevo todo el día andando más que Kung Fú'-. En nombre del Kung Fú, bien es verdad, se enseñan muchas tonterías, pero el auge que experimentó en los setenta fue de órdago y en todo ello tuvo mucho que ver el protagonista de Operación Dragón, la cinta más trascendental de cuantas protagonizó antes de morir extrañamente. Precisamente el hecho de haber fallecido como consecuencia de un edema cerebral en casa de una actriz que ahora, treinta años después, está dispuesta a hablar, acrecentó el misterio del mito: un hombre que superó una lesión de espalda que casi le impedía caminar no pudo con los golpes continuados que fue sufriendo -él competía siempre con contacto- a lo largo de su vida. Se dice que masticaba hachís y que un analgésico que se administró aquella noche completó el desastre. También se dice que la mafia de Hong Kong quería acabar con él. Se dice de todo, pero qué más da. Ni él, ni su hijo Brandon, están aquí para mostrarnos hasta dónde iba a llegar su conocimiento sobre el arte marcial, tan injustamente desconocido y denostado.
Su deslumbrante poderío físico, su agilidad felina, el dramatismo perfecto de su expresión, su comportamiento íntegro, hacen que sus seguidores no le olvidemos -uno, en su modestia, llegó a cinturón azul de Kárate ShotoKan, que parece poco pero que mi esfuerzo me costó- y que añoremos un cine irrepetible. Jet Li es muy bueno, Jakie Chan es muy divertido. pero nadie como él, como el más grande, como el inimitable Bruce Lee.