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1 de febrero de 2004

Comida de buffet


La última vez que comí bien en un “buffet” libre fue en el cuartel de Ferrocarriles en el que servía a la patria allá por el año 78. Eran otras épocas: veinte años recién cumplidos y poca esperanza en la exquisitez de los ranchos militares hacían que encontrase deliciosa una comida que, de por sí, no era mala. Era rancho, claro está, pero rancho para los pocos que allí andábamos defendiendo la soberanía ferroviaria del pueblo español, cocinado por un canario y un vallisoletano de aúpa y servido en mesa caliente para así ajustarse a los horarios de los que iban y venían en tren. Desde entonces, no he vuelto a tener suerte. Debe ser que la visión abigarrada de alimentos incasables hace que sienta un descriptible agobio que consigue que no me apetezca absolutamente nada: no consigo encontrar apetitoso es aspecto hospitalario del recipiente de las albóndigas –siempre hay albóndigas en salsa tardía— o la construcción atomatada de los macarrones de inequívoca apariencia industrial. En un buffet –o buffete, o como se escriba--, no faltan los embutidos con pinta de añorar el plástico del que han salido, los guisos con sobreabundancia de zanahoria y la infalible carne en salsa con champiñones a cuyo creador Dios confunda. Si el mismo es de desayuno, abundan las mantequillas inexplicables, los revueltos a medio cuajar y el beicon tieso como si fuera mojama. Los vasos en los que uno puede servirse el zumo de naranja o de piña suelen tener el mismo tamaño que las tazas de café –espantosamente aguado, por cierto—, lo que consigue que el sufrido cliente deba levantarse entre dos o tres veces a repostar con la mala conciencia de que está abusando de la dosis considerada suficiente, o bien arrearse dos o tres tomas de pie, frente al expendedor, para así convertirse en recipiente y evitarse un viaje. Del fiambre, por supuesto, mejor no hablar. Y de que, en España, tengas que preguntar por el aceite de oliva, tampoco.


Pero aquellos que están destinados a saciar el hambre a la hora del almuerzo o de la cena propician escenas ciertamente curiosas. La inmensa mayoría de los comulgantes dan la impresión de no haber comido nunca en su vida o de ser presos de un hambre feroz, casi de posguerra: se da el caso común de aquél que, en un mismo plato, mezcla una cucharada de lentejas, dos hojas de lechuga preconciliar, un puñado de espaguetis con ketchup y tres filetes de ternera a la jardinera. Luego te fijas bien y no se come casi nada, pero ponérselo se lo pone. No hay medida, vengo a decir. Y, a veces, casi ni criterio. La calidad media de los buffetes la marca, por ejemplo, cualquiera de los del aeropuerto de Madrid, donde todo sabe a clínica del seguro y te cuesta, además, una pasta. Hubo una época en la que se pusieron muy de moda y la astucia popular le hacía creer a uno que iba a comer más de lo que pagaba, pero, pasada la fiebre, y en lugar de desaparecer, no pocos hoteles han adoptado esta fórmula como sustitutivo de una comida como Dios manda, de esas en las que el camarero te dice los dos o tres platos del día y te trae una botella de vino a la mesa. No, en no pocos lugares todo se convierte en un trajín de la mesa al buffet y en un constante esquivar a gente con platos de contenido jeroglífico. Se substituye el rito de la comida por un trámite parecido al de un ejército en su comedor de campaña, en el que resulta, sin ir más lejos, especialmente desalentador detenerse ante cualquiera de los platos que se mantienen calientes gracias a una lámpara colorada que sólo consigue resecar la pechuga a la villeruá.

No obstante, no desespero. En los años que me quedan por vivir puede que encuentre algún buffet –o buffete— que se parezca mínimamente al de la 14 Unidad de FFCC de Plaza de Armas. Por el momento no doy con él, pero nunca es tarde. Tal vez usted sepa de alguno.


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