Más de uno piensa, en esas horas, que menudo resbalón pegó el día anterior
Ya asoma por la esquina de diciembre el asalto de las nuevas costumbres. Con las nuevas costumbres pasa como con Martín Villa, que parece que nos hayamos criado con él aunque no tengamos siquiera el gusto de conocerlo. Da la impresión de que eso de irse a celebrar las navidades con los compañeros de trabajo es algo que ha venido realizándose desde la noche de los tiempos, mientras que, en realidad, no es más que una costumbre relativamente nueva de la que resulta muy difícil desembarazarse. Nada más tradicional, es cierto, que un rito reciente: da la impresión de que esté escrito en los pergaminos de nuestra cotidianeidad cuando la realidad lo enmarca en los recientes tiempos de la transición. Llega diciembre y no parece haber otra ocupación que encontrar un local capaz de albergar a los de administración, los de ventas, los de almacén y los de comercial, todos juntos, para celebrar el advenimiento del Niño en un ambiente de sana camaradería con los jefes, los cuales, como si fueran uno más, se aprestan a beber del mismo vino y a comer del mismo menú apalabrado que sus esforzados trabajadores. Unas veces son pocos y solventan el rito con un almuerzo en cualquier refectorio, en el que incluso establecen unos regalos a través de ese inevitable ‘amigo invisible’ que tantas sorpresas depara. En otras ocasiones son ciento y la madre y, para elevar la temperatura fraternal del evento, disponen un juego de cánticos y sorteos en los que acaba haciendo el ridículo algún que otro responsable de negociado con exceso de uvas. No pocos directivos a los que la efusividad navideña les ha nublado el rigor aprovechan el derroche de espumosos para cortejar a jóvenes becarias y no menos compañeros de taller se dejan llevar por las atracciones habitualmente sofocadas por el ritmo diario. Ambos movimientos de aproximación suelen acabar fatal y acostumbran a pasar factura al día siguiente, cuando desciende el fervor navideño y cuando los trámites del día vuelven a su soporífera rutina: más de uno piensa, en esas horas, que menudo resbalón pegó el día anterior y que a ver cómo le dice a la del almacén que cuando le dijo lo de «te lo comería todo entero» se estaba refiriendo a su envidiable espíritu laboral, por ejemplo. Hay veces en las que fluyen las disputas, en lugar de los fervores, y las pendencias acaban en áspera bronca o en de-sencuentro definitivo, ya que se bebe sin piedad y se come regular, lo cual, mezclado con el alma de la Navidad urbana, forma una combinación explosiva. Los restaurantes se forran con la coña ésta –y yo que me alegro– y resulta imposible encontrar una mesa regular a partir de la segunda quincena de diciembre. Llamas por teléfono a tu abastecedor habitual de comidas y siempre escuchas lo de «chico, haberme llamado anteayer, que hoy lo tengo lleno con los de Medias Encarnita y los de Neumáticos Germán». Le insistes y te dice «horroroso, hijo, horroroso, te puedo dar mesa pasada Navidad, pero mañana ni hablar, que vienen los de Hacienda y ya sabes». Y así todo.
Poco después de salir del abrevadero, los más valientes proponen seguir con la noche, si es de noche, y no falta el que conoce un bar con muchachas cariñosas, ni tampoco los que optan por el karaoke y acaban de desatar los nudos de sus contenciones destrozando la sugestiva discografía de Demis Roussos, que ya es ser antiguo de cojones. No es inhabitual que el desmadre nocturno suelte la pluma de alguno y se transforme en un magnífico imitador de Paco España o de los Village People, al igual que suele ser común que alguna que otra niña acabe llorando no se sabe bien por qué, y que la verdadera personalidad de la recatada joven de centralita se desborde en la de una tigresa inusitada.
Ni que decir tiene que, por estas y otras razones y por m