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17 de agosto de 2003

El maldito salpicón y la `cena fresquita´


Nunca me he reído al comer una ensalada, antes bien he sentido tristeza. 

Existe en el universo gastronómico algo más inane, soso, insípido e inexpresivo que el ''''''''''''''''salpicón de mariscos''''''''''''''''? Tómense unos cuantos langostinos cocidos y pelados, a ser posible muy fríos, algo de pimiento verde crudo, otrosí de tomate y de cebolla, mézclese sin ganas ni acierto y sírvase en una copa alta de las que antes se usaban para beber champán, ahora cava: ahí tiene usted el engendro que, incomprensiblemente, aún se anuncia en algunas cartas de restaurantes con prisa y sin método y en no pocas bodas casi siempre de interior. ¿De veras eso le gusta a alguien? Cuando leo, no sin asombrarme, que en algunas cartas se ofrece semejante engrudo no puedo por menos que pensar que están dando salida a lo que les quedó de la última celebración: argumentan, incluso, que es un plato «muy fresquito» y que resulta muy agradable en esta época de calores indecentes.

Algo semejante ocurre con determinadas ensaladas: Néstor Luján, aquél genio mataronés que tanto enseñó a no pocos desagradecidos, decía que todos los imbéciles que conocía acostumbraban a comer ensaladas. Lógicamente, añadía de inmediato que eso no quería decir que todo el que comiera ensalada fuera un imbécil. Pero ahí lo dejaba. Tiempo hubo en el que se ofrecían ensaladas de las que se decía aquello que tanto descompone a Alfonso Ussía y a mí mismo: «son muy divertidas». Eran, y son, esos condumios en los que se mezcla no poca sustancia verde de múltiple procedencia y otros tantos elementos con forma de semilla o de comida para los pollos: el resultado puede parecer colorista y de ahí que algunos la supongan entretenida o, incluso, hilarante. Yo nunca me he reído al comer una ensalada, antes bien he sentido una hondísima tristeza, con lo que no entiendo lo de la diversión. De la misma manera que me siento perplejo ante definiciones que achacan divertimento a cosas como una ensalada o un paraguas, sigo preguntándome cuál es la razón que hace permanecer en activo a una de las excrecencias más rotundas de nuestro yantar histórico: la ternera de boda.

Otra vez las bodas, dirán ustedes; pues sí, otra vez las bodas. Resulta ciertamente difícil asistir a una celebración española en la que no esté presente esta inevitable ponzoña acompañada de patatas redondas vaporizadas y champiñones con sabor indefinido. La salsa de semejante espanto acostumbra a saber igual en Vigo que en Tenerife y te acompaña durante toda la velada por mucho que te enjuagues la boca con salfumán: esquivar su sabor a carne maltratada con natas y leches es una tarea casi imposible. ¿Y qué me dicen de los arroces hervidos y supuestamente salteados con raíces de diversas plantas?: también suelen acompañar algunas de estas preparaciones con las que nos sorprende alguno de esos amigos que nos invita en su casa a una cena «que he procurado que sea ligerita y fresquita, para que no os abotarguéis». Cuando alguien pronuncia la expresión esa de «una cena fresquita» ya sé que quiere decir que no vamos a cenar, sino que vamos a ver expuesto, por lo general, un bufete -qué horror- repleto de platos absolutamente insípidos y necios.

Es un sino de nuestro tiempo: obsesiona parecer ligero, joven, desentendido de los fritos y de la comida caliente, cuando lo que está bueno, precisamente, es todo lo contrario. El verano hace mucho daño a la comida, a la pitanza, a los sabores. La pasada semana, con motivo del cumpleaños de Mariló Montero, ofrecí a mis acalorados invitados -¡casi cuarenta grados en Sanlúcar!- la tradicional Berza que todos los años prepara mi incomparable `Petaca´, uno de los mejores cocineros de a pie de España. La Berza es un potaje con garbanzo, alubia, apio, puerro, tocinos de varias clases, morcilla, chorizo, carne de lomo de cerdo y pimentón. Y se come caliente, muy caliente, primero con cuchara y luego la `pringá´ con pan. Bueno, pues se la comieron chillando. Es decir, que tampoco me equivoco tanto.


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